Comienza ligera. Te dices que vas a aguantarla, que ya está cerca el pueblo, lo mides con la mirada inexperta, te convences: unos cinco minutos, máximo. Te olvidaste el rompevientos, pero no importa, porque es leve la lluvia y no vas a empaparte. Y porque traes en la mochila una bolsa de plástico. La sacas y con ella envuelves la mochila. Sigues caminando. Esquivas los charcos. Saltas las bardas que hay que saltar y vas maravillándote con lo rápido que las nubes viran del blanco al gris. El agua arrecia. Ahora sí es segurísimo: en menos de otros 5 llegarás al pueblo y habrá dónde refugiarte. Al cruzarla, se te atora el pantalón en una cerca de púas y te dices que está mejor así: hay que ir cavando los huecos, partes esenciales del todo. Finalmente entras al pueblo. Se ve medio vacío, como espantado por la lluvia. Lo surcan las vías del tren, algunas trocas, un montón de charcos. Te crees muy valiente porque estás empapándote.
Entras en un café. Así pone afuera: “café”, très sofistiqué. Pides el baño. No hay agua, te dicen, ve al hotel de enfrente. No te sorprende, pasa lo mismo en donde tú estás hospedándote. Entras al hotel. Hay un lobby grande, con un par de juegos de sala y una chimenea de piedra. Está apagada y aun así el cambio de temperatura es notable. Vas al baño. Al salir te sientas frente a la chimenea, te quitas el sueter, lo cuelgas un rato en el respaldo. Te quitas el trapo de la cabeza, lo extiendes, te envuelves. Hay una pareja de alemanes en otro de los sillones. Te resulta imposible saber si conversan o discuten. Los gestos no mutan. Desenvuelves tu mochila y extraes tu libro. En el mostrador de la recepción aparece una señora. Hundes la nariz en la lectura, para que se note menos que no es allí que duermes. Un rato después Nathan, el personaje principal, confiesa al fin el evento que propició sus 11 años de exilio en una cabaña de Nueva Inglaterra, a varias leguas de silencio auto impuesto y unos 200 kilómetros de Nueva York. En su cabaña, dice, había una chimenea de piedra. Miras la tuya. Está apagada. Lees un rato y al final parece que la lluvia ha mermado. Te dices: "la lluvia ha mermado".
Te enfundas el suéter. Está húmedo porque la chimenea está apagada. ¿A qué hora desaparecieron los alemanes? Vas hacia el baño. La mujer en recepción te devuelve la sonrisa. Claro que eres huésped suya, se dice, si usas con tanta familiaridad su sala cómoda y sus preciadas reservas de agua. Al salir del baño le esquivas la mirada. Piensas que llueve mucho para un pueblo tan sin agua. Has envuelto tu mochila en plástico y sales a la calle. Entonces lo ves: un perro caga a mitad de la calle. ¿Qué clase de imagen es ésa? Te detienes. Confirmas: está cagando. Te ríes por dentro. Algo tan simple. Pero es verdad: nunca antes viste un perro cagando tan tranquilo a mitad de una calle, bajo la lluvia, sobre el cemento, entre las trocas. Qué manera tan estúpida de marcar territorio, te dices. Apuras el paso. Sigues la calle principal de Creel. Debe serlo. Necesariamente. Porque es la calle que bordea la vía del tren.
Tienes hambre. Son las 3. Pasas delante de varios restaurantes. Se ven oscuros. En la cabaña donde tú y tu grupo viven hay comida, toda esa comida que hoy compraron. Pero está lejos y, quizá porque son las 3, tú ya tienes hambre. Te decides por un restaurante en una esquina. Está lleno y parece más luminoso que los otros. También es porque hay una familia enorme de menonitas y te da curiosidad verlos de cerca. Son un circo porque tú eres una turista. Te sientas y te das cuenta que ellos están por irse. Jurarías que hablan en inglés. Pero también que hablan lo suficientemente bajo como para que tu ignorancia del plautdietsch te convenza de que hablan en inglés. Un joven visco y serio te trae la carta. Un grupo de mujeres y niños tarahumaras se recargan en las ventanas del restaurante. Ellas llevan trapos en la cabeza, anudados de la misma manera que las mujeres menonitas que ahora se levantan de su mesa. Las diferencias entre ambos grupos son un asunto de color. De ojos y de piel, pero también de vestimentas. Y de quién come adentro y quién afuera, claro. Piensas en el queso menonita que compraron esta mañana y no has probado. Piensas en si vas a comprar canastitas verdes a las niñas de allá afuera. Una turista. Y, por el momento, de una especie simplona: sin grupo y con frío, de la especie turista más recurrentemente tonta: la más etiquetadora. Ordenas una pechuga de pollo con ensalada, y pides mostaza.
Te quitas el suéter y lo cuelgas. Sacas el libro pero no lo abres. Se van los menonitas. Traen backpacks. Continuas con tus reflexiones profundas: ¿habrá una especie de turista menonita? ¿Son de Chihuahua? ¿Son una sola familia? Cuando se han ido cuentas los vasos. Hay quince. Y tres cascos de coca cola. ¿Beben cocacola? No sabes nada de menonitas. No sabes nada de tarahumaras. Sólo sabes decir
kuira. Saludarías, pero hay un vidrio. Es más: las mujeres de la ventana ya no están. Sólo queda una, que ha ido a sentarse en unos escalones al otro lado de la vía. Tiene una trenza muy larga, una falda muy colorida y un rompevientos rojo y cubridor que le envidias.
En las mesas alrededor hay varias familias. Comen en un silencio casi perfecto. “Norteños…”, te explicas. El visco llega con tu pechuga de pollo humeante. Le pides mostaza. Tu plato huele a hot-cakes. Muy raro. Te dices que el color oscuro de la pechuga quizás anuncia un condimento extraño y dulce. Te equivocas. No sabe a miel. Además, está estúpidamente salada.
En la tele había una telenovela pero ahora se han pasado a las olimpiadas. Es un canal que se ve muy pero muy mal. Televisión puntillista. De todos modos, sabes que son gimnastas olímpicas. Pasa una china y te acuerdas que recién te contaron que les alargan los tendones de las ingles. Te da escalofríos. Entra en el restaurante una familia pequeña. Kit básico: padres y un bebé. Ocupan –qué capricho, piensas- la mesa enorme y ahora limpia de los menonitas. Pero muy pronto hace aparición la extensión de la familia -varios niños, dos mujeres, un adolescente y un abuelo- y la mesa larga se llena. Todos tienen la tez oscura y los ojos de un miel muy claro. No sabes bien qué gentilicio o adjetivo acomodarles. Carajo, piensas, tan bien que iba lo de la turista que viaja etiquetando. Piensas en tu abuelo. Piensas en tu bisabuelo. Ahora, porque encontraste por facebook a un primo lejano, sabes un poco más de él. Pero es nada. Sabes nada de menonitas, nada de tarahumaras y nada de jufresas. Te enoja que el visco nunca te trajo tu mostaza.
Pagas el pollo y sales del restaurante. Chispea apenas. Tienes sueño y no sabes bien dónde meterte. Falta una hora para que llegue la mantequilla. Caminas. Cruzas una, dos, tres veces las vías. En tramos hay lodo, en tramos piedra, en un sitio se ha pavimentado un cruce de coches sobre las vías. Te das cuenta de que no las cruzas tranquila. Miras izquierda-derecha varias veces cada vez. La verdad es que un tren es un animal que desconoces. Una arteria romántica. Un artilugio de postal. De pronto te preguntas: “Si hubiera pasado un tren cerca de su cabaña, ¿hubiera logrado Nathan alejarse tanto del mundo?” ...Piensas en Zapopan: pasaba el tren muy cerca de tu casa. Lo escuchabas todos los días. Allí iba su panza llena de otros lares y otras etiquetas… pero no, el tren no era un animal del tipo que haga puente. Es decir: tampoco leíste un solo periódico en los 5 meses que viviste allá. Entonces un tren no hubiera cambiado nada para Nathan. Aunque es distinto. Porque él no tenía ni teléfono y tú tenías hasta internet. Y un blog, claro, y un trabajo. Piensas en tu bisabuelo, el hombre que adrede deformó su apellido antes de heredarlo. Dice Pep que lo suyo era la política. Te preguntas si se retorcería en su tumba, de saber que una que porta el apellido de su autoría padece tan innoble alergia a las noticias. Caminas un rato con todo eso girándote en el cráneo. Y entonces la ves: la banca marcada. Luego, hace aparición un sitio de internet.
Entras, pides máquina, te quitas el suéter y lo cuelgas, abres tu mail. Lees sólo lo relativo a la chamba. Adornas tus respuestas con comentarios elusivos a Creel, pero los borras antes de enviarlos. Tu paisaje actual no incumbe ni a abogados ni a editores. Y además, es importante parecer práctica. Centrada. Eficiente. Roth describe a la mujer que semanalmente limpia la casa de Nathan –para que éste continúe su escritura frenética en su soledad intransigente- como “eficiente”. No tiene nada de especial, pero sabes que es por haber leído eso hace unas horas que la palabra te viene a la mente. Quizás incluso la voluntad de aparentar eficiencia. Lo logras: terminas con la chamba y entras al blog, quieres contar lo de la banca.
La viste hace un rato. Era un asiento alargado, hecho de piedra y pegado a la fachada de un restaurantito. Labrado, en letras de buen tamaño, ponía: CORTESÍA DE JOSE LUIS PERALTA. Te hizo sonreír. Te imaginaste un par de historias. ¿Qué había impulsado a José Luis Peralta a tan noble acto de cortesía, por no mencionar tan peculiar acto de egocentrismo? ¿Qué implica donar un asiento y qué esconde la voluntad de ver el nombre propio siendo una y otra vez ocultado por los más diversos traseros, de las más diversas culturas dada la localización de la banca? Te preguntas con sorna si ahora tú podrás morir tranquila, sin haber antes dejado tu nombre, labrado en letra grande, en una banca. Qué manera más estúpida de marcar territorio. O más simpática. Un perro cagando a mitad de la calle.
Te preguntas otra vez por el bisabuelo: ¿de dónde esas ganas por cambiar el “Jofresa” por “Jufresa”? ¿Sería un acto político? ¿Una voluntad por demarcarse? Te invade la curiosidad pero te dices que para las hipótesis harían falta más datos, que te va mal lo de ir etiquetando, y que en Creel ya han dado las 5 de la tarde. Es tiempo de irse. Cosa de postear todo esto y salir de aquí. No hay café y no se puede fumar e intuyes que si osas releer el texto odiarás la segunda persona y querrás reescribirlo y te quedarás frente a la máquina número tres hasta bien entrada la hora de la mantequilla.
Cosa de cerrar, entonces. Y salir a la calle. Atravesar las vías, caminar, dejar atrás el pueblo, saltar las bardas, pasar por la compra, llegar a “casa”. ¿Habrán vuelto ya los otros? Te alegra pensar que cuentas con poco más de 10 cámaras para obtener fotos de los gestos y caídas de tu amiga Gleda y su caballo. Tú tienes unas de la actuación premonitoria que hizo hace un rato. Pero no tienes cable de la cámara. De lo contrario ya hubieras posteado las de esta mañana: Gleda y tú trepadas en una pick-up, 9:30 am y ya agotadas. La pick-up atascada de bolsas y cajas. Dentro: todo lo necesario para alimentar –desayuno, comida, cena, aperitif y hasta “gouter pour les randondées”- a 23 personas. O eso creían, hasta que en el desayuno de hoy hizo falta el azúcar, se acabó la mantequilla y se hizo patente la ausencia de servilletas y cerillos. Yo me encargo, dijiste tú porque ibas a ir al pueblo de todos modos y porque los demás partían a la caminata o a montar los caballos. Y después de tu segundo café te fuiste al pueblo, pasaste por la tienda, compraste todo lo que hacía falta menos la mantequilla, que les llegaría hasta por la tarde, a las cinco de la tarde. Te enorgullece haber abandonado lo comprado en la tienda, y haber salido sólo con una bolsa vacía, como precaución, porque comenzaba a caer una lluvia fina que, te dijiste, no iba a empaparte.
Estás empapada. Es tiempo de cerrar esto sin releerlo, salir a la calle, cruzar de regreso el pueblo. Vamos, es pequeño. Y extraño. Creel es extraño. Está hundido a 2,300 mts de altura y bien pavimentado, sumido entre pinos y piedras gigantes. Según te explicaba Norberto esta mañana: un 60% de sus habitantes viven del turismo, el resto de la industria forestal o el narcotráfico. Creel hoy no tiene agua, pero está empapado. No huele a miel pero atrae extranjeros como a moscas. La mezcla básica de franceses y locales palidece frente a otras más exóticas. Si ves un tarahumara con taparrabo, no es de aquí: viene del “fondo del barranco”, unos 1,500 mts más abajo, donde el clima es más cálido. Si ves a un menonita con back-pack, no viene de aquí. Si ves a una morra empapada, con 2 uñas rojas, un trapo y una mochila envuelta en plástico, no viene de aquí. Viene saliendo de un pasaje en el que hace una hora se enreda párrafo tras párrafo, hablándose.
Cosa de darle “publish” a esto. No releer, salir a la calle. Abandonar de tajo esa embriaguez particular de la escritura cuando se torna imparable. Ah, la reticencia… y es que también en Creel la lluvia espanta. Y hace virar el día de alguien. Del azul al blanco al gris. También en Creel la lluvia es caprichosa. La sentiste llegar, la dejaste recorrerte, la describes infructuosamente desde una ventana mientras te narras tu día, párrafo tras párrafo, en una máquina. Y luego ahora vas a publicarlos. Tus propios pasos. ¿Por qué? ¿Para qué? Un intento estúpido por marcar territorio o demarcarse.
-Un perro cagando en mitad de la calle, un hombre labrando en un banco su nombre, un padre trucando en una vocal toda las futuras identificaciones de su prole. Tal vez la esencia de toda escritura se cifra en el más común de los tags: LAIA WAS HERE
Y ahora es cosa de cerrar esto. Esto que te narras porque no sabes de trenes, o porque no tienes la fuerza de Nathan, o porque todavía crees que va a parar la lluvia o dudas que haya llegado la mantequilla, o quizá te narras para etiquetarte; o quizá, simplemente, porque hay tardes en las que narrar es casi lo único que, en tu opinión, huele a miel sin engañarte.