1.7.08
mirillas es un lugar
Hay espacios –puertas, partes- que alimentados nutren huecos que no sabíamos nos perforaban. Y hay puertas que abiertas dislocan marcos antes sostenidos sólo por el temor a asomarnos. Mirillas: hay partes donde lo dislocado es lo que embona, hay piezas que no faltaban hasta que aparecen y apariciones cuya luz no hace falta pensar. Va mejor saltar. Pun chin cuás. Pero yo tengo historial de paracaídas. Me tiro, me abro, me elevo, caigo. Luego pienso. Y en lo que pienso cuando aterrizada pienso, es en endivias. En una endivia. En una hoja de endivia. Una hojita de nada, un capricho del tipo de ensalada que yo nunca preparo en casa. Pero la tengo. Tengo la fragilidad de la endivia. Y en lo que pienso, también, es en la sabrosidad de la endivia. Vamos, que es una hoja rica en lo que “rica” engloba. Pero tiene historial de dobleces. Y nadie como ella para plegarse con gracia. La endivia no se rompe; se quiebra. Una diferencia sutil, si se quiere, pero todo es sutil en materia de gracia. Dejarse caer y, en vez de romperse, quebrarse, habla de una elegancia de altura. (Un poco como cuando, mirado desde muy alto, el mar resulta plastilina. Parece detenido. Como si las olas no fuesen más que la rugosidad natural de un manto, los pliegues ocasionales que provoca el viento en la tela; una cuestión de suerte, de porte.) Y en lo que pienso, también, es que me encabrona que “endivia” se parezca tanto a “envidia”. No tiene nada que ver. Punto menos para los lenguajires. O como se llamen. Los definidores. Esos truhanes del balbuceo feliz, esos asesinos del tacto. Me toco: mi mano arde de cítrico. Es porque hoy cortamos unas naranjas verdes que resultaron mandarinas. Y todo huele a lo fresco, al fruto que no cayó por su propio peso, a esa incerteza tan exquisita como inhabitable: vaivén pausado entre el placer y el pánico. Ovillo. Tengo historial de ovillo. Me enredo en mi lugar. Crezco sin ramas: todo para adentro. En redondeles. Tengo tendencia al repliegue, mi impulso es el de la ola. Vamos que, como todos: tengo historial de umbrales. Heme: una endivia acodada en un pretil demasiado alto. Hay lugares para saltar, resquicios para planear, ahora mismo respirar es suficiente. Me encabrona que “suficiente” no exista como verbo. Yo suficenteo. Tú suficienteas. Punto menos para los acuñadores de verbos (esos asesines del trote, esos truhanes del baile). Espacio. Respiro. Arranco. Y es que los huecos, en el fondo, nos los conocemos perfectamente: van implícitos en cada puerta que abrimos. (¿Es que los umbrales que cruzamos nos esperaban desde siempre?) Cuando madura algo y el propio peso de lo obvio echa su luz sobre lo incompletos que andábamos, cae el fruto. Lo que se dice el veinte. Engendra las sonrisas, las más nutritivas, las más dolorosas. Placer y pánico: menjurje de altura. A veces (sí, a veces) el mar se detiene –es verdad, es de cera- y a veces vuelan las endivias. Todas las endivias de todas las ensaladas: con permisito, me apetece un salto mortal. Y hay que verlas, ¡hay que verlas!, tan elegantes (sí, por la gracia), tan sólida su fragilidad... Pero no hay público: las endivias flotan sin encuadre. Mirillas: vuelo natural y viento y roces suaves. Mitigados los temores, tumbados los marcos, descubiertos los márgenes; lo que queda es un valle. Lo que se dice la sabana. ¿Cuál fricción, de qué me hablan? Vamos, que todo salto es mortal. (Porque no es eterno, porque termina, porque la definición de mortal es que se acaba.) Todo salto lleva en el nombre su pista de aterrizaje: ese hueco en el que va a caer, el lugar donde va a reacomodarse. Sí, a veces todo está abierto y para todo hay espacio. Para dar espacio. Para darse despacio. Hay espacio espacio espacio. Espacio es verbo y verbo es al infinitivo. Yo espacio, tú espacias, nosotros verbamos. Abrevamos. Punto para los acuñadores: la endivia suficientea y, por ende, yo espacieo. Yo verbeo.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 03:35 ¤