28.8.08
la gleds
Después de haber vivido tres años pegadas, Gleda y yo nos despedimos. Mi última noche en París, ella y Pablo me ayudaron a empacar y les heredé todo lo que no cupo en mi equipaje. En algún libro guardo una foto de esa madrugada, que nos tomó alguien antes de que yo abordara el taxi al aeropuerto: está la puerta de mi edificio al fondo y, al frente, nosotros tres abrazados y mi vida toda apretada en tres maletas. Yo me vine a México y Gleda se mudó a Bordeaux. Teníamos 18 años y ganas de empezar de cero aunque nos extrañáramos.

Dentro de lo que cabía imaginar en aquella tábula rasa del 2001, no estaba ni nuestra improvisada aventura por la costa Brava en 2002, ni nuestro largo viaje carretero por Oaxaca en 2004, ni ninguna de las desveladas platicadoras cuando logramos coincidir en París. Por otra parte, imaginamos algunas cosas que nunca cuajaron: nuestro recién fallido viaje a Burkina Faso por ejemplo y, sobre todo, los planes que teníamos en 2001. El mío era estudiar filosofía y seguir haciendo teatro, el suyo era estudiar diseño y seguir con el gospel. Nada de eso sucedió. Si algo nos une a través y a pesar de las distancias, es la constante ondulación de nuestros planes.

Pero lo que no había manera de hacer caber en nuestra imaginación de recién devenidas mayores de edad, lo que era imposible planificar en aquel entonces, era lo que acaba de suceder: que en el 2008 pasearíamos a 20 chavos de 20 años por el norte de mi país. Había que vernos hace unos días: Gleda al frente, 20 chavos en medio y yo a la retaguardia, todo el rato sorprendida de la rapidez con la que mi amiga se había convertido en alguien tan responsable, por no mencionar del insospechado talento que yo resulté tener para regatear y conseguir descuentos de grupo en autobuses y restaurantes. Además de mi intransigencia: "le voy a traer a 22 franceses, si algo pica no le pago".

Gleda hace mil cosas. Creó y preside una asociación que conjunta el diseño de modas con la búsqueda de soluciones para la exportación de algodón africano, tiene una carrera a medias en comunicación, mantiene a flote un programa de radio sobre hip hop y se ha ganado un montón de diplomas de "animatrice" que le permiten conseguir chambas tales como venir a pasear a 20 chavos de 20 años a México.

Pero de todo lo que hace Gleda, a mí lo que más me gusta es cuando canta. Así que en una de las poquísimas noches en que pudimos alejarnos del grupo le pedí que me cantara, como le pido siempre, como le pedía mucho a los 16 porque vivía sola en un país que no era el mío y a veces no tenía ni la más pálida idea de cómo hacer para no morirme de miedo de todo, y entonces ella me cantaba por teléfono o mientras caminábamos, en un parque o en los pasillos del metro, y yo me sentía otra vez muy quesque fuerte.

Hace ni dos semanas, en la Isla de la Piedra, frente a Mazatlán y pocos días después de la matanza en Creel, le pedí a Gleda que me cantara otra vez. Y aunque faltaba andar un kilómetro para llegar al campamento, y aunque llovía y estaba el ruido del mar, y aunque primero no quería porque dice que ya no entrena y ya no canta igual, y aunque me tardé toda la rola en encontrar una linterna, hice un videito de Gleds cantando.

Porque Gleds cantando es de las cosas más hermosas que guardo en la memoria y cómo para qué va a servir tanto aparato, tanta interface, si no para reproducir esa estirpe de cosas: las que te renuevan las ganas de empezar de cero, las que te hacen sentir otra vez fuerte, las que te obligan a no poner en duda lo vivo que estás.

 
dijo Laia Jufresa en punto de las 22:27 ¤ 1 posdatas
22.8.08
postal
Pinch:

Qué bueno saber algo alguito de tí. Pero, di, ¿qué tan al norte es "muy al norte"? Partiendo de Oaxaca caben muchos nortes: el de Gdl, el de Tijuana, el de Ohio, el del polo norte, tons, ¿cuál se deja pisar por tu irónica prisa de sureño un tanto neuras? Yo a mi neurosis recién la llevé a pasear bastante al norte, pero fue breve y ahora ya la voy bajando. En geografía, no en intensidad. Estoy cansada.

Te anexo un par de abrazos con jejenes incluídos, desde el notabilísimo y caluroso puerto de San Blás (que aún no salgo a conocer realmente, pues cuido junto con mi amiga Gleda a una chava francesa, que tiene 19 años pero cuya debilidad de los últimos días nos ha forzado a alimentarla en la boca con gerber de manzana... terrible). Mientras, leo a Philip Roth (todo un descubrimiento, una serie de putazos, nche guey) y me escapo a ratos al San Blas Social Club, un barecito verdaderamente excepcional, de cuyas paredes cuelgan viniles de jazz y en donde Bernardo, el dueño, te recibe dándote la mano como si la pasmosidad de su barba no desentonara entre el verde implacable del ruidoso San Blás. Pero lo más importante, Pinch, anota, lo más importante, al entrar allí, es el olor a tabaco.

Hasta hoy, para mí eso del "olor a tabaco" era una frase hecha, ¿sabes?, de texto adolescentil o mal hechote, pero no algo real, no algo que uno reconozca de veras, con la nariz conectándose de súbito a la entraña de lo sin palabras, como el olor a clavo en la cocina de la abuela o como el olor del sexo de un amante que no huele nunca como otro. No, el "olor a tabaco" era un mito de la bohemia romanticosa de huevérrima, lejos del humano olor del pedo propio, lejos del melancólico olor a chimenea, lejos del olor a podrido de lo que a cada uno nos revuelve el estómago. Lejano, pues. Artificial. Porque con el tabaco no funcionan los puentes: o bien uno es fumador y ni lo nota, o bien no lo es y entonces lo que nota es que "apesta" a tabaco.

Pero el San Blas Social Club, I am telling you, tiene "olor a tabaco", como en las novelas. Y aunque no te molestan ni el sol, ni el ruido de los sapos de las callejuelas lodosas del centro del puerto, cuando llegas al kiosko y como por azar cruzas esa puerta en esa esquina, no puedes impedirlo: huele a tabaco y te impregnas, el jazz te mece, la barba de Bernardo -¿qué otro telón que ése, canoso y terso, podría tener su sonrisa?- te absorbe, y entonces te tienes que sentar en uno de los banquitos, quedarte un rato, desmentir algunos clichés pero no puedes, porque estás allí sentado sabiendo dos cosas al mismo tiempo, la primera es que harías mejor en apurarte a rayar de tu descripción las frases hechas, pero la segunda es que, así es, ni modo, como en los putos libros: hay lugares en los que el tiempo se detiene.

En fin, reciba usté oh noble monsieur P, un puñado de besos sin foto, norteños mas no norteados, su lai
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 16:34 ¤ 7 posdatas
17.8.08
matanza en creel
hubo un derrumbe y ayer no pasó el tren. tuvimos que quedarnos en creel. norberto, que ya tenía otro grupo grande ocupando la cabaña, nos recibió con su usual serenidad y nos dejó acampar entre sus caballerizas. ni modo, nos dijimos, un día más en creel. creíamos que ya lo conocíamos todo, pero es falso, porque apenas anoche creel cambió para siempre. no exagero: anda cabizbajo y desconcertado de un modo en el que ni él mismo se reconoce. quizás en unos días, los nuevos turistas creerán ver el mismo pueblo que yo aún conocí, pero es falso: bien adentro, en la entraña y la memoria, creel ya no es lo que era.

ayer fue 16 de agosto: mi amiga valeria cumplía 25 años y bajé al pueblo para llamarla. de regreso, pasaba norberto y nos ofreció aventón. gleda y yo nos trepamos a la pick-up, ya bastante llena de los "franceses de lo otro grupó". y luego, en el preciso instante en que giramos a la izquierda abandondo la calle principal, empezó la balacera.

todos pensamos que eran fuegos artificiales. todos, incluso norberto, que paró la camioneta para que viéramos los cohetes. estábamos en una boca-calle, yo de pie sobre la pick-up, viendo el humo y oyendo los cohetes que no lo eran, cuando la gente empezó a correr. un señor jaló a sus niños para meterlos en la casa. yo golpeaba el techo de la cabina de la camioneta, hasta que vimos aparecer uno con metralleta, corriendo a escondidas de nuestro lado. entre nuestro lado y el lado del humo, había sólo una casa. sólo norberto, gleda y yo vimos el arma. no dijimos nada para que no cundiera el pánico entre los adolescentes, que -exactamente como nosotros- no entendían lo que pasaba.

fueron catorce los muertos.

de los catorce, seis tenían menos de 20 años. uno tenía dos y murió en los brazos de su padre, profesor de la primaria de creel.

fueron 14 los muertos y medio creel estaba emparentado. anoche, ya bien entrada la hora de los rezos, para no traer a los chavos al pueblo venimos a comprar comida. no habìa nadie en las calles. policìa circulando, gente yendo a la funeraria, todos con el gesto distorcionado. mientras esperábamos los 23 hot dogs, escuché la charla, a media voz, entre norberto y la gente del puesto. también se echaron al felipe. ¿el hijo de fredi? ése mero. pero si era bien tranquilo, ni pistiaba. le dejaron un boquete de este tamaño en la garganta... luego tuve que alejarme porque no aguanté las descripciones de los cadáveres, que aún sostenían la posición, puesto que para mover los cuerpos había que esperar la llegada de los peritos de chihuahua...

mientras yo, ya de vuelta al campamento, repartía hot dogs y papas entre veinte adolescentes agotados, como trasnochados de haberse quedado primero sin tren y luego sin entender un carajo, empezó a llover.

nadie lo decía, pero era imposible no pensar en los cuerpos, inertes a media calle, el terror moldeando la última posición que conocieron. era imposible no pensar en la lluvia cambiando de color sus ropas, inundando sus cavidades, golpeándoles los ojos con el tamborileo despiadado de su gota a gota.

a salvo de la tormenta, mirando caer el agua sobre el pueblo desde nuestro asilo, cómo no diluirse en la idea de aquellos catorce gestos de sorpresa, finales y ensangrentados, cómo evadir la imagen de la lluvia desdibujándoles la vida, y de la sangre deslavándoseles.

me era imposible no pensar en felipe y su boquete, de este tamaño, en la garganta; o no pensar en las muchas balas que terminaron por atravesar la frente del hombre con quien esa misma tarde habíamos hablado, para negociar el precio de las cicletas que nos rentó; o no pensar en un niño de 2 años, aplastado por el peso de su padre, que debía ser enorme: el peso de la desesperación por protegerlo. un niño que, dicen varios, parecía dormido. primero hubo quien se acercó pensando que si no se movía era por el peso del cadaver encima, pero allí veían que no, dicen, porque no movía los deditos. y entonces daba vergüenza estar vivo, al pensar que ahora ya nadie se le acercaba al niño. ni la madre que tenía que llorarlo al otro lado del cerco de militares, ni los peritos que a saber por qué tardaban tanto, ni los pájaros que vienen con la sangre. y entonces había que callarse. llovía sobre creel y callábamos, buscando a escondidas cómo no pensar en los catorce muertos, o resignándonos, pensándolos a fondo: tan solos, tan fríos sobre el pavimento, con sólo la lluvia para abrazarlos.

ahora tengo que ir a tomar un tren y me pongo periodística. pienso que los "balazos" de los diarios corresponden a la lógica de los balazos reales: no hacen falta adjetivos, no hace falta adornar, el estruendo va implícito y es redondo: no hay otras palabras, no cabe la metáfora, lo de ayer sólo puede llamarese "matanza en creel"

ahora el pueblo está distinto. se sabe a ratos roto, a ratos sobreviviente. lo sobrevuelan dos helicópteros: uno azul oscuro y uno blanco con raya verde, no sé de quién serán. la calle està llena de militares, tira de toda índole y armas de mucho calibre. a buena hora, muchas gracias. (de todos modos, a los policías locales -con su pistolita 22 y su sueldo de mil varos la semana, nadie va a reclamarles que no se hayan acercado a la balacera...).

ahora el pueblo está desvelado, deslavado, los que abrieron sus tiendas te atienden sin mirarte. si alguno te pregunta cómo estás y dices "sacada de onda, como todos", entonces alzan la vista y platican contigo. estuvo muy duro, dicen. ¿a cuál conocías?, te preguntan. primera vez, primera vez, creel no es así, te aseguran. algunos te platican que sí, sus amigos son narcos y todos saben quién es quién y cuál juega a qué, pero que esto, esto...

y el doctor, mientras que yo le traduzco síntomas y él palpa a los enfermos, mientras que él diagnostica gastroenteritis y esguinces que yo maldtraduzco de regreso, me cuenta su visión de las cosas. y, cuando nos depedimos, me regala su conclusión resignada, de viejo sabio del pueblo: "que en creel eso ya no pasa, es algo que ya no vamos a poder decir más nunca..."

si hoy pasa el tren me voy de creel. me llevo 14 muertos en la cabeza, y un ligero pero constante temblor en las rodillas.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 11:34 ¤ 11 posdatas
13.8.08
también en creel la lluvia es engañosa
Comienza ligera. Te dices que vas a aguantarla, que ya está cerca el pueblo, lo mides con la mirada inexperta, te convences: unos cinco minutos, máximo. Te olvidaste el rompevientos, pero no importa, porque es leve la lluvia y no vas a empaparte. Y porque traes en la mochila una bolsa de plástico. La sacas y con ella envuelves la mochila. Sigues caminando. Esquivas los charcos. Saltas las bardas que hay que saltar y vas maravillándote con lo rápido que las nubes viran del blanco al gris. El agua arrecia. Ahora sí es segurísimo: en menos de otros 5 llegarás al pueblo y habrá dónde refugiarte. Al cruzarla, se te atora el pantalón en una cerca de púas y te dices que está mejor así: hay que ir cavando los huecos, partes esenciales del todo. Finalmente entras al pueblo. Se ve medio vacío, como espantado por la lluvia. Lo surcan las vías del tren, algunas trocas, un montón de charcos. Te crees muy valiente porque estás empapándote.

Entras en un café. Así pone afuera: “café”, très sofistiqué. Pides el baño. No hay agua, te dicen, ve al hotel de enfrente. No te sorprende, pasa lo mismo en donde tú estás hospedándote. Entras al hotel. Hay un lobby grande, con un par de juegos de sala y una chimenea de piedra. Está apagada y aun así el cambio de temperatura es notable. Vas al baño. Al salir te sientas frente a la chimenea, te quitas el sueter, lo cuelgas un rato en el respaldo. Te quitas el trapo de la cabeza, lo extiendes, te envuelves. Hay una pareja de alemanes en otro de los sillones. Te resulta imposible saber si conversan o discuten. Los gestos no mutan. Desenvuelves tu mochila y extraes tu libro. En el mostrador de la recepción aparece una señora. Hundes la nariz en la lectura, para que se note menos que no es allí que duermes. Un rato después Nathan, el personaje principal, confiesa al fin el evento que propició sus 11 años de exilio en una cabaña de Nueva Inglaterra, a varias leguas de silencio auto impuesto y unos 200 kilómetros de Nueva York. En su cabaña, dice, había una chimenea de piedra. Miras la tuya. Está apagada. Lees un rato y al final parece que la lluvia ha mermado. Te dices: "la lluvia ha mermado".

Te enfundas el suéter. Está húmedo porque la chimenea está apagada. ¿A qué hora desaparecieron los alemanes? Vas hacia el baño. La mujer en recepción te devuelve la sonrisa. Claro que eres huésped suya, se dice, si usas con tanta familiaridad su sala cómoda y sus preciadas reservas de agua. Al salir del baño le esquivas la mirada. Piensas que llueve mucho para un pueblo tan sin agua. Has envuelto tu mochila en plástico y sales a la calle. Entonces lo ves: un perro caga a mitad de la calle. ¿Qué clase de imagen es ésa? Te detienes. Confirmas: está cagando. Te ríes por dentro. Algo tan simple. Pero es verdad: nunca antes viste un perro cagando tan tranquilo a mitad de una calle, bajo la lluvia, sobre el cemento, entre las trocas. Qué manera tan estúpida de marcar territorio, te dices. Apuras el paso. Sigues la calle principal de Creel. Debe serlo. Necesariamente. Porque es la calle que bordea la vía del tren.

Tienes hambre. Son las 3. Pasas delante de varios restaurantes. Se ven oscuros. En la cabaña donde tú y tu grupo viven hay comida, toda esa comida que hoy compraron. Pero está lejos y, quizá porque son las 3, tú ya tienes hambre. Te decides por un restaurante en una esquina. Está lleno y parece más luminoso que los otros. También es porque hay una familia enorme de menonitas y te da curiosidad verlos de cerca. Son un circo porque tú eres una turista. Te sientas y te das cuenta que ellos están por irse. Jurarías que hablan en inglés. Pero también que hablan lo suficientemente bajo como para que tu ignorancia del plautdietsch te convenza de que hablan en inglés. Un joven visco y serio te trae la carta. Un grupo de mujeres y niños tarahumaras se recargan en las ventanas del restaurante. Ellas llevan trapos en la cabeza, anudados de la misma manera que las mujeres menonitas que ahora se levantan de su mesa. Las diferencias entre ambos grupos son un asunto de color. De ojos y de piel, pero también de vestimentas. Y de quién come adentro y quién afuera, claro. Piensas en el queso menonita que compraron esta mañana y no has probado. Piensas en si vas a comprar canastitas verdes a las niñas de allá afuera. Una turista. Y, por el momento, de una especie simplona: sin grupo y con frío, de la especie turista más recurrentemente tonta: la más etiquetadora. Ordenas una pechuga de pollo con ensalada, y pides mostaza.

Te quitas el suéter y lo cuelgas. Sacas el libro pero no lo abres. Se van los menonitas. Traen backpacks. Continuas con tus reflexiones profundas: ¿habrá una especie de turista menonita? ¿Son de Chihuahua? ¿Son una sola familia? Cuando se han ido cuentas los vasos. Hay quince. Y tres cascos de coca cola. ¿Beben cocacola? No sabes nada de menonitas. No sabes nada de tarahumaras. Sólo sabes decir kuira. Saludarías, pero hay un vidrio. Es más: las mujeres de la ventana ya no están. Sólo queda una, que ha ido a sentarse en unos escalones al otro lado de la vía. Tiene una trenza muy larga, una falda muy colorida y un rompevientos rojo y cubridor que le envidias.

En las mesas alrededor hay varias familias. Comen en un silencio casi perfecto. “Norteños…”, te explicas. El visco llega con tu pechuga de pollo humeante. Le pides mostaza. Tu plato huele a hot-cakes. Muy raro. Te dices que el color oscuro de la pechuga quizás anuncia un condimento extraño y dulce. Te equivocas. No sabe a miel. Además, está estúpidamente salada.

En la tele había una telenovela pero ahora se han pasado a las olimpiadas. Es un canal que se ve muy pero muy mal. Televisión puntillista. De todos modos, sabes que son gimnastas olímpicas. Pasa una china y te acuerdas que recién te contaron que les alargan los tendones de las ingles. Te da escalofríos. Entra en el restaurante una familia pequeña. Kit básico: padres y un bebé. Ocupan –qué capricho, piensas- la mesa enorme y ahora limpia de los menonitas. Pero muy pronto hace aparición la extensión de la familia -varios niños, dos mujeres, un adolescente y un abuelo- y la mesa larga se llena. Todos tienen la tez oscura y los ojos de un miel muy claro. No sabes bien qué gentilicio o adjetivo acomodarles. Carajo, piensas, tan bien que iba lo de la turista que viaja etiquetando. Piensas en tu abuelo. Piensas en tu bisabuelo. Ahora, porque encontraste por facebook a un primo lejano, sabes un poco más de él. Pero es nada. Sabes nada de menonitas, nada de tarahumaras y nada de jufresas. Te enoja que el visco nunca te trajo tu mostaza.

Pagas el pollo y sales del restaurante. Chispea apenas. Tienes sueño y no sabes bien dónde meterte. Falta una hora para que llegue la mantequilla. Caminas. Cruzas una, dos, tres veces las vías. En tramos hay lodo, en tramos piedra, en un sitio se ha pavimentado un cruce de coches sobre las vías. Te das cuenta de que no las cruzas tranquila. Miras izquierda-derecha varias veces cada vez. La verdad es que un tren es un animal que desconoces. Una arteria romántica. Un artilugio de postal. De pronto te preguntas: “Si hubiera pasado un tren cerca de su cabaña, ¿hubiera logrado Nathan alejarse tanto del mundo?” ...Piensas en Zapopan: pasaba el tren muy cerca de tu casa. Lo escuchabas todos los días. Allí iba su panza llena de otros lares y otras etiquetas… pero no, el tren no era un animal del tipo que haga puente. Es decir: tampoco leíste un solo periódico en los 5 meses que viviste allá. Entonces un tren no hubiera cambiado nada para Nathan. Aunque es distinto. Porque él no tenía ni teléfono y tú tenías hasta internet. Y un blog, claro, y un trabajo. Piensas en tu bisabuelo, el hombre que adrede deformó su apellido antes de heredarlo. Dice Pep que lo suyo era la política. Te preguntas si se retorcería en su tumba, de saber que una que porta el apellido de su autoría padece tan innoble alergia a las noticias. Caminas un rato con todo eso girándote en el cráneo. Y entonces la ves: la banca marcada. Luego, hace aparición un sitio de internet.

Entras, pides máquina, te quitas el suéter y lo cuelgas, abres tu mail. Lees sólo lo relativo a la chamba. Adornas tus respuestas con comentarios elusivos a Creel, pero los borras antes de enviarlos. Tu paisaje actual no incumbe ni a abogados ni a editores. Y además, es importante parecer práctica. Centrada. Eficiente. Roth describe a la mujer que semanalmente limpia la casa de Nathan –para que éste continúe su escritura frenética en su soledad intransigente- como “eficiente”. No tiene nada de especial, pero sabes que es por haber leído eso hace unas horas que la palabra te viene a la mente. Quizás incluso la voluntad de aparentar eficiencia. Lo logras: terminas con la chamba y entras al blog, quieres contar lo de la banca.

La viste hace un rato. Era un asiento alargado, hecho de piedra y pegado a la fachada de un restaurantito. Labrado, en letras de buen tamaño, ponía: CORTESÍA DE JOSE LUIS PERALTA. Te hizo sonreír. Te imaginaste un par de historias. ¿Qué había impulsado a José Luis Peralta a tan noble acto de cortesía, por no mencionar tan peculiar acto de egocentrismo? ¿Qué implica donar un asiento y qué esconde la voluntad de ver el nombre propio siendo una y otra vez ocultado por los más diversos traseros, de las más diversas culturas dada la localización de la banca? Te preguntas con sorna si ahora tú podrás morir tranquila, sin haber antes dejado tu nombre, labrado en letra grande, en una banca. Qué manera más estúpida de marcar territorio. O más simpática. Un perro cagando a mitad de la calle.

Te preguntas otra vez por el bisabuelo: ¿de dónde esas ganas por cambiar el “Jofresa” por “Jufresa”? ¿Sería un acto político? ¿Una voluntad por demarcarse? Te invade la curiosidad pero te dices que para las hipótesis harían falta más datos, que te va mal lo de ir etiquetando, y que en Creel ya han dado las 5 de la tarde. Es tiempo de irse. Cosa de postear todo esto y salir de aquí. No hay café y no se puede fumar e intuyes que si osas releer el texto odiarás la segunda persona y querrás reescribirlo y te quedarás frente a la máquina número tres hasta bien entrada la hora de la mantequilla.

Cosa de cerrar, entonces. Y salir a la calle. Atravesar las vías, caminar, dejar atrás el pueblo, saltar las bardas, pasar por la compra, llegar a “casa”. ¿Habrán vuelto ya los otros? Te alegra pensar que cuentas con poco más de 10 cámaras para obtener fotos de los gestos y caídas de tu amiga Gleda y su caballo. Tú tienes unas de la actuación premonitoria que hizo hace un rato. Pero no tienes cable de la cámara. De lo contrario ya hubieras posteado las de esta mañana: Gleda y tú trepadas en una pick-up, 9:30 am y ya agotadas. La pick-up atascada de bolsas y cajas. Dentro: todo lo necesario para alimentar –desayuno, comida, cena, aperitif y hasta “gouter pour les randondées”- a 23 personas. O eso creían, hasta que en el desayuno de hoy hizo falta el azúcar, se acabó la mantequilla y se hizo patente la ausencia de servilletas y cerillos. Yo me encargo, dijiste tú porque ibas a ir al pueblo de todos modos y porque los demás partían a la caminata o a montar los caballos. Y después de tu segundo café te fuiste al pueblo, pasaste por la tienda, compraste todo lo que hacía falta menos la mantequilla, que les llegaría hasta por la tarde, a las cinco de la tarde. Te enorgullece haber abandonado lo comprado en la tienda, y haber salido sólo con una bolsa vacía, como precaución, porque comenzaba a caer una lluvia fina que, te dijiste, no iba a empaparte.

Estás empapada. Es tiempo de cerrar esto sin releerlo, salir a la calle, cruzar de regreso el pueblo. Vamos, es pequeño. Y extraño. Creel es extraño. Está hundido a 2,300 mts de altura y bien pavimentado, sumido entre pinos y piedras gigantes. Según te explicaba Norberto esta mañana: un 60% de sus habitantes viven del turismo, el resto de la industria forestal o el narcotráfico. Creel hoy no tiene agua, pero está empapado. No huele a miel pero atrae extranjeros como a moscas. La mezcla básica de franceses y locales palidece frente a otras más exóticas. Si ves un tarahumara con taparrabo, no es de aquí: viene del “fondo del barranco”, unos 1,500 mts más abajo, donde el clima es más cálido. Si ves a un menonita con back-pack, no viene de aquí. Si ves a una morra empapada, con 2 uñas rojas, un trapo y una mochila envuelta en plástico, no viene de aquí. Viene saliendo de un pasaje en el que hace una hora se enreda párrafo tras párrafo, hablándose.

Cosa de darle “publish” a esto. No releer, salir a la calle. Abandonar de tajo esa embriaguez particular de la escritura cuando se torna imparable. Ah, la reticencia… y es que también en Creel la lluvia espanta. Y hace virar el día de alguien. Del azul al blanco al gris. También en Creel la lluvia es caprichosa. La sentiste llegar, la dejaste recorrerte, la describes infructuosamente desde una ventana mientras te narras tu día, párrafo tras párrafo, en una máquina. Y luego ahora vas a publicarlos. Tus propios pasos. ¿Por qué? ¿Para qué? Un intento estúpido por marcar territorio o demarcarse.

-Un perro cagando en mitad de la calle, un hombre labrando en un banco su nombre, un padre trucando en una vocal toda las futuras identificaciones de su prole. Tal vez la esencia de toda escritura se cifra en el más común de los tags: LAIA WAS HERE

Y ahora es cosa de cerrar esto. Esto que te narras porque no sabes de trenes, o porque no tienes la fuerza de Nathan, o porque todavía crees que va a parar la lluvia o dudas que haya llegado la mantequilla, o quizá te narras para etiquetarte; o quizá, simplemente, porque hay tardes en las que narrar es casi lo único que, en tu opinión, huele a miel sin engañarte.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 19:46 ¤ 4 posdatas
8.8.08
lo del asombro
El 07.08.08 incurrí en mi primer (y último) acto de corrupción. Me paró un tira porque no circulaba. Le lloré que iba al aeropuerto por mi amiga, que mi nave circuló 10 años con calcomanía cero y que por favor entendiera que fue una distracción por costumbre… pero luego resultó que, por si fuera poco, tampoco encontré en mi bolsa mi licencia. “No circula y no trai licencia... Uy, señorita... Su multa va a ser de más de 2 mil pesos…” Allí me hizo el choro de "¿Qué puedo hacer para ayudarla?" donde yo antes siempre había dicho “¿me está pidiendo una mordida” muy de frente, muy tajante y con mucho orgullo …Pero ayer me vi dejando a Gleda plantada en el aeropuerto, perdiendo la tarde en el corralón y quedándome sin dinero… y dije OK. Le di lo único que tenía, mi dinero para este finde: 1 billete de 500... No le encantó: Uy, ¿quinientos? No traigo nada más, es más, ¿no podría darme algo de cambio, oiga, para no quedarme en ceros? No, pues cómo, señorita, si yo le tengo que dar la mitad a la unidad… Fue horrible. Le di el billete en la mano y él anotó algo en un papelito y me lo entregó: “con esta clave ya puede circular el resto del día...” Y circulé todo el resto del día.

I do not feel proud. Claramente TENGO que poner un postit en mi nave de que no circulo los jueves. Pero lo terrible es la sensación: es innegable: ese policía realmente me hizo el paro. Yo estaba cometiendo dos faltas y me zafé con dinero. Provengo de un historial escuela-activesco, desprecio la educación a base de castigos, pero ya entrados al juego: ¿cómo se construye la civilidad? Si sobre la autoridad que está sobre la autoridad que está sobre la autoridad lográramos colocar a alguien recto, si se fuera limpiando la cadena, si yo no pudiera zafarme de mis faltas, si hubiera tenido que dejar plantada a Gleda, y perder mi tarde y mi dinero, ¿no hubiera aprendido algo mejor? ¿No hubiera aprendido que no circulo los jueves, que no debo manejar sin licencia? En vez de eso, ¿qué aprendí? Que todo es posible, que todo puede resolverse en corto. Un aprendizaje que da asco cuando extrapolado.

Así que el jueves llegó Gleda, mi mejor amiga de la prepa. Hacía 4 años que no la veía. Vino a México de "directrice de sejour", osease que a acompañar-cuidar a una bola de chamacos. Fui al aeropuerto por ella y por su "binome" (el otro "responsable de grupo") y por sus 20 chamacos (que tienen 18-20 años, tons de chamacos no tienen gran cosa). Luego fuimos a su hotel del centro y ya allí pude ver su itinerario: zacatecas-chihuahua-tren- creel-tren-mazatán-acampar con hamacas 3 días en la isla de piedra-gdl-guanajuato-df. El binome me mostró el recorrido en un mapa y me emocioné. Luego hubo una junta sobre las "reglas" del viaje (básicamente: lleguen a tiempo a los rendez-vous y no se droguen, gracias) y ya casi a media noche llevé a Gleda a comprar 22 boletos para partir el viernes en la noche a Zacatecas. Platicamos lo que pudimos durante los trayectos y, para no hacer el cuento largo, acabamos comprando 23 boletos.

Luego, la fui a llevar a su hotel y me di cuenta que acababa de enrolarme en un largo viaje. Entonces sonó mi celular y eran unas felicitaciones por parte de Claudia. Le marqué y le dije "no mames?" y Ella dijo: "sí!". Y entonces supe que me habían dado el FONCA, que es como decir que acababa de enrolarme en otro viaje.

Mi estatuto es un poco raro en este viaje. No soy ni chamaca por ser cuidada, ni cuidadora responsable. Soy algo así como la traductora voluntaria que tiene derecho a irse por su lado cuando se le pega la gana (como ahora, que me agarró la lluvia en Zacatecas). Por lo pronto, esta mañana quedó determinado que mi apodo será "trinome" y todavía no retengo el nombre más que de 2 de los chavos. Son 20, tampoco haré grandes esfuerzos con los nombres, lo compartido será suficiente para conocernos. Noches de camión, hoteles cuya regadera está sobre el excusado (es en serio), comidas de 25 pesos, ahhh, la juventud, hace mucho no echaba un mochilazo. Jo, a ver si lo aguanto.

Lo cierto es que me alegra esta nueva racha inesperada que el 08.08.08 me abrió de pronto: mochileo y fonquita para escribir cuentos sobre insectos. Ciertamente, el texto en este blog fue más inspirado cuando no me dieron la beca. (Para comprobarlo, clic aquí). Pero si alguien todavía cree que la tristeza es la mejor compañera de la creación (y bueno básicamente porque lo más seguro es que me tarde en volver a postear), les dejo esta peliculita. (The Danish Poet, 15 minutos, vale mucho la pena)

Antes de tomar el bus a Zacatecas, vi en la tele el mero final de la inauguración de las olimpiadas. Y aunque nunca jamás hubiera pensado que citaría a López Dóriga, qué tal que el güey dijo: "cuando se pierde la capacidad de asombro, la vida pierde el encanto".
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 13:09 ¤ 5 posdatas
7.8.08
zoo zoo
Mi amigo Andrei es un cerdo. Como yo, del ochenta y tres. Hace mucho no lo veía. Hoy vino a comer. Vino también Tryno, que hace mucho no veía y es serpiente. Del setenta y siete. Comimos ensalada griega los tres, mientras Piropos paseaba por la sala su recién adquirida hiperactividad. Piropos es un gato, aunque si los cálculos del veterinario no fallan, también es una rata. Del 2008.

Con Tryno hablé sobre los cuentos que una vez más prometí enviarle. Cuando se fue, hablé mucho con Andrei sobre el auto-sabotaje: el modo en que dejamos que la tristeza o la dispersión filtren nuestras cotidianeidades, quitándole tiempo/espacio a hacer lo nuestro. Lo que él llama nuestras “happy things”. Para mí es escribir, para él son las mates. Escribir sin parafernalias: la hoja y yo. Hacer mates sin prejuicios: la ecuación y él.

Cuando Andrei se fue, me dije que me sentaría a trabajar esos cuentos. Pero antes, salí a comprar cigarros. Al volver, vi a una chica abriendo la puerta de a lado de mi casa. Le pregunté si había rentado el departamento y me dijo que sí. Me presenté. Se presentó. Le dije: Tengo un gato y tengo miedo de que se meta por tu ventana. Me dijo: Qué bueno que me dices porque yo tengo una rata. Le dije: ¿Una rata mascota o una rata que se metió? Dijo: No, no, es mi rata. Agregó: Es una rata egipcia.

Pensé en explicarle que mi gato también es una rata, mexicana, en el horóscopo chino. Pensé en preguntarle como por qué alguien traería una rata desde tan lejos habiendo tantas aquí. Dije: Les ayudo -había hecho aparición su marido- a bajar cosas del coche. Cuando terminamos, volví a casa y abrí la compu para escribirle a Nydia.

Nydia es gallo, del 81, y había intentado rentar el departamento de a lado. Ella y su marido, Alejo, que no sé qué es, pero sé que tiene un perro. O perra, porque se llama Jobita. En mi novela también hay una Jobita. Es una tortuga y se llama así porque Tryno le puso ese nombre. Jobita, la mía, es perro. Del 2006.

Así que yo había imaginado una feliz cotidianeidad compartida de patio a patio con Nydia y Alejo. Mis cubiertos, sus vasos, mi gato-rata, su perro-tortuga, en fin, all our happy things. Y aunque la chica de la rata egipcia y su esposo parecen simpáticos, cuando cerré la puerta, prendí la compu y tenía cigarros, me invadió una cierta nostalgia de lo que no será.

Supongo que es la misma nostalgia de cuando murió Ramiro (2004-2008, chango), llevándose consigo todos esos textos míos a medias, los textos que no serán. Y supongo que es justo una nostalgia del tipo invasora. De la estirpe a la que yo le abro de par en par las puertas, a la menor provocación.

La compu sigue abierta y el cuento cerrado. (¿Es así como pasan las horas, como pasan los días, como se arman los blogs y como uno se aleja sutil pero perceptiblemente, de sus happy things?) Abierta, la compu dictamina: hoy ya es mañana. Siete de agosto. Es cumpleaños de mi primo Ruy (que es rata) y de mi abuelo Ramón (que en paz descanse).

Quizás escribir, cocinar, hacer mates, en general crearse las happy things, no es más que entrarle -de par en par abrirle la puerta- a la eterna batalla de lo posible contra lo pasado. De la experiencia vs la añoranza.

Concedámosle sabiduría a los horóscopos: si nadie predice lo que no será, es porque “lo escrito” depende únicamente de la primera piedra. De las estrellas en el momento del inicio. De la hoja en blanco. Y lo demás -lo ido o no llegado, los puntos finales, las lápidas- es lo de menos. Porque está fijo, porque está muerto.

Sin parafernalias, la ecuación y yo, digamos que comencé a entristecer a los tres años de edad. Anoto : 1986 : mis nostalgias son un tigre.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 01:41 ¤ 7 posdatas