2.5.07
rascacielos a mis olas
Si nunca escribí un post entero y únicamente dedicado a mi madre, no fue por falta de material. Mi madre nació el primero de mayo. Ahora está dormida y no voy a despertarla para averiguar la hora exacta, pero yo diría que nació en la madrugada. Tendría sentido. Según yo, su personalidad podríamos dividirla entre el día del niño y el día del trabajo. Claro que ella es más organizada. Su historial de investigadora del INAH y el SNI, diplomada como detective privado y devoradora de novelas de misterio le ha agudizado la capacidad pa elaborar teorías y escalonar etiquetas. Así, su personalidad misma se ha visto downed to three: Fifí, Selene y el Duende. Cada una merecería un blog. Pero, si nunca he escrito un post entero y únicamente dedicado a mi madre es porque, aún en esos raros días en los que me creo la muy chicha, no sueño ni de lejos con haber reunido enough misfits and mishaps, como pa que mi plumita alcance a decir a alguien tan complejo y simple. Tan cerca y lejos. Tan tantas. Mi madre es una de esas personas que, de tan personas, se han vuelto personajes.

Hace cuatro días llegamos al mar y le anuncié que, con ayuda de Cesar, le tenía una sorpresa para el lunes. Le dije que se trataba de aire y saltos. Que tendría que llevar un sueter. Que no se espantara. Levantó muchas veces la vista de su libro para aclarar las cosas: Laia Jufresa, ¿estás consciente de que tengo un soplo?

La sorpresa era mamífera y nació con pelo. Dos delfines nariz de botella en una alberca, todo para ella. Claro que habíamos más allí adentro. Pero no. Lo que yo vi fue a mi madre, en trinidad y completa (Fifí enloqueciendo, el Duende ríendo, Selene lagrimeando), abrazar a ese delfín y llenársele los ojos y el pecho de candor. Eso del candor seguramente viene de Clarín. (Hemos estado leyéndonos Clarín -Doña Berta, $16 pesos en el Gigante- después de las cenas: more about that later.) Selene es antropóloga social. Pero la impronta que le deja un pasaje leído en voz alta, un cactus floreando o un animal, por suerte, no se le ha mermado ni un poco por la deformación académica.

Mi madre es una admiradora: le gusta caminar los días. Se detiene en lo pequeño, lo respira, lo enaltece. Reímos la misma risa y la gente no para de confundirnos al teléfono, pero lo que realmente quisiera copiarle a la larga, es su capacidad de disfrute, su sincera sorpresa, su amor grande por los pequeños tropezones y diminutos aciertos que ofrece, a veces, el mundo. Ésos que yo tantas veces no atrapo, ésos que no atrapados no hacen ruido y, por ende, no existen. Mi madre es una partera de sutilezas.
*

Dicen que ésta es una de las tres bahías más grandes del mundo. Yo qué sé si es cierto. Lo cierto es que desde este lado se ven unos fuegos pirotécnicos diario a las 10 pm, y se oyen a las 10:01. También es cierto que, junto con el sonido, la bahía nos retarda las ansias. Y se respira una sólida tranquilidad en el balcón 5to piso que nos ha prestado Mon. (Gracias gracias, Mon). Es la segunda vez que mi computadora y yo nos sentamos aquí. La vez pasada hubo una muerte y un tesoro. Esta vez hay una serenidad pasmosa.

"Por aquí no se va a ninguna parte; éste es el finibusterre del mundo", dice doña Berta, que tiene caprichosas nociones geográficas; un mapa-mundi homérico, por lo soñado; y piensa que la tierra acaba en punta, y que la punta es...


un balcón en Vallarta.
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En el mar se duerme desnudo y se sueña en compás. Se escribe con ganas y, por algún efecto de la humedad en el aire, uno empieza a sentir que no escribir es escribir: que respirar la sal es también medir los blancos, que dejarse mecer es lección de ritmo, que son buenos párrafos las olas. Literariamente, el océano es ambigüo. Le maneja varios géneros y, en resumen, el mar representa a la vez la certeza y el suspenso. Seguiría con las arenosas autojustificaciones, pero acabo de recordar una de mis tiras favoritas de Mafalda, de cuando la llevan por primera vez al mar. En los dos primeros cuadros está parada en la playa, los pies anclados al vaivén de la orilla. En el tercer cuadro llega el padre y dice: Y bueno, Mafalda, ¿qué te parece el mar? En el cuadro final ella contesta: Hasta ahora, indeciso.

Yo de chica disfrutaba y odiaba el mar a la vez. Esta piel blanca alérgica al sol y al repelente me arruinó muchos veranos. Me tomó muchas quemaduras y picaduras aprender todo el ritual de la sombra y la cremita. Según yo el mar era para devorarse. Un verano no es verano si no tienes 24/24 los dedos de viejito. Hoy que leíamos echadas en la arena recordé uno en particular, de hace más de diez años.

Estábamos en los mismos bungalows de cada año, en Casitas, Veracruz. Como cada año, estaban mis primos y las Rechtman: Ana y Paula. Pero ese año Ana -dos o tres años mayor que Paula y yo-, había dado un insospechado salto hacia la never ending madurez, optando por abandonar nuestras coreografías acuáticas en pos de un libro. ¡Un libro! Habrase oído cosa más vil.

Ana se echaba en horizontal y se pasaba horas leyendo. No sé por qué vericuetos de la memoria, recuerdo el libro mismo: era una gordísima biografía de Catalina de Médici. Mi mamá aplaudió el evento y durante muchos desayunos y botaneos sostuvieron largas charlas históricas. Luego, claro está, en cuanto Ana cerró el libro Selene lo acaparó. Lo leyó en dos días y el bla bla de la sangre y las coronas prosiguió. Yo oí todo eso, pero aún hoy no sé ni pío de los Médicis. Lo que recuerdo muy bien es que, más que la alta traición, me pesaba o intrigaba no entender lo de los libros. Cómo alguien podía (willingly!) optar por fijar la vista en un bonche de hojas renunciando al dulce-oh-dulce chapoteo. Sentía que habíamos perdido a Ana, que se nos había pasado al bando de esa gente rara que prefería los camastros al agua. Bando al que, lo tenía muy claro, yo no ingresaría jamás.

Así que hoy, cuando pensé en todo eso, invadióme una profunda vergüenza para con mi former self. Y dejé a Auster con su camastro, y fui a hacerme pato en la arena. Pero no duré mucho. No releemos nunca con la misma sinceridad. Sí-sí las virtudes de la relectura, pero a mí no me engañan: hay páginas sobre las que no se puede volver. Me resigné, me resigno: volví al camastro y “fijé” la vista.

Para mí los libros han sido fuegos pirotécnicos al otro lado de una enorme bahía: pasó mucho tiempo entre la época en que sólo los veía, y la época en que los empecé a oír.

Era una broma implacable entre todos mis compañeros de beca: ¿de verdad, terminaste un libro? Quizás, si me esfuerzo, podría contar los libros que he leído completos. Pero hoy terminé The Brooklyn Folies. Es casualidad, si se quiere, pero en este mismo balcón, hace diez meses, lloré los últimos capítulos de Extremely Loud and Incredibly Close, de Safran Foer. (Quien haya leído ambos entenderá la ironía del caso. Y podrá comprobar, entre líneas, que yo lo hago todo al revés.) Es curioso que se me hayan teñido de Nueva York mis dos visitas a Vallarta. Ahora nunca podré disociar ambos sitios. Le han brotado rascacielos a mis olas.

Quizás, con el tiempo, me convertiré en una lectora más parecida al Duende, que no lee sino devora. O quizás no. La verdad es que me gusta leer como leo. Yo leo poquito pero digiero. Aunque rime, a estas alturas ya no tengo cigarros y me da más o menos igual el estilo. Yo leo poquito pero es quizás, simplemente, porque mis lecturas no han tenido enough misfits and mishaps como para poder dormir después de una novela como la de Auster. Mi caparazón no se ha forjado. Lo que leo me marca. No sé cómo. Pero es una marca tan deliciosa (tan alejada, además, del intelecto o la memoria) que seguiré aplicándome mis dosis de libros malos y libros incompletos, o lo que haga falta: quiero ser siempre una lectora blanda.

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Ayer en el delfinario conocí a Pascuala, una orca de quince días de vida que encontraron varada y rescataron. El Chemical Brother, encargado de prepararle su recomplicada fórmula, nos contó: Estamos tratando de salvarla pero no es nada fácil, se necesitan un montón de líquidos y polvos para tan siquiera comenzar a imitar decentemente la leche de orca, y hay que alimentarla cada dos horas, no es para nada seguro que vaya a sobrevivir. Pero qué, ¿está muy enferma?, le pregunté. No está enferma, dijo, pero no tiene mamá.

Dos horas después y a tan sólo unos metros de Pascuala, el Duende y yo nos aferramos a las aletas de dos delfines y dejamos que nos pasearan. Celebrábamos sus 54 años. Pero también, y sobre todo, celebrábamos tenernos. Estar juntas, oh, so very willingly.

En la bahía de todos existen algunas pocas cosas cuya nitidez resulta extrema. El sonido de estas cosas podrá tardarse lo que quiera, no hace falta. Tenerse es, también, no tener que decirse.

Este silencio de mar, de mi madre dormida y yo escribiendo, es quizás el sonido que más me acerca a eso que sólo se me ocurre llamar paz.

Celebro para siempre la simpleza de nuestra fórmula.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 00:56 ¤