30.7.07
la imposibilidad de una isla
En una ocasión visité a Francisco Goldman en su departamento del DF, para ver si me lo rentaba durante las largas temporadas que él se iba a Nueva York. Tenía dos mesas largas, de madera. El tipo de mueble que da ganas de hacer alto, quedarse en casa, y hacer algo. Escribir, por ejemplo.

Francisco me hizo escribir mi primer cuento. De eso hará unos seis años, pero apenas el verano pasado pude agradecérselo. No porque no lo hubiera visto antes, sino porque apenas hace un año, una tarde en Oaxaca, se reunieron las condiciones necesarias. Nunca lo pensé así pero ahora calculo que eran dos, las condiciones. La primera era que yo había llegado a un punto en el que entendía que quería narrar. Hacer eso de mis días, quiero decir. Y por lo tanto la puerta que me había abierto Goldman no era, para mí, ni remotamente, una puerta cualquiera. La segunda es que Goldman estaba enamorado: venía con él Aura, su mujer. Una mujer hermosa. Hermosa en redondo: por todos los vértices. Verlos juntos propagaba esa agradable sensación de que la literatura no importa. Porque importa, claro, pero en un plano secundario. Supongo que viéndolo tan contento, tan felizmente cómplice y compartiéndose, era más fácil enunciar algo tan (para mí) heavy, como un “me cambiaste la vida”. No sé cómo lo dije. Pero sé que fue porque latía la vida sobre nuestra mesa llena de mezcales, que pude hacer levedad con el peso de mi agradecimiento.

Hace un rato llegué a casa, muy dispuesta a desquitar los restos de domingo en un post largo, ese atorado, en narrarme Miami e intentar decir a alguien tan grandote como mi amiga Juliana. Quizás hubiera empezado como: Juliana me hizo escribir mis primeros poemas, y terminaría con algo como: pero eso es secundario. O quizás nunca hubiera podido, y estaba también dispuesta a escribir muchas veces el ya doblemente fusilado título: la posibilidad de una isla, la posibilidad de una isla, la posibilidad... Luego encendí la máquina y me enteré: hace cinco días, en el mar de Oaxaca, murió Aura Estrada.

¿Por qué no hubo una isla para Aura? No hay vértices que valgan frente a una injusticia tan redonda. Tan repentina. Tan encabronante. Uno no puede reflexionar sobre la muerte de una mujer tan joven. Yo no puedo, al menos. Si de todos modos lo intento, si de todos modos caigo en lo que yo misma entiendo como un atrevimiento, no es por lo mucho que me duele Francisco, sino por otra verdad: cuando la vida deja de latir sobre las largas mesas de lo que importa, sólo nos queda hacer un alto. Mentar la madre. Doblarse un rato. Plegar el duelo. Escribir, por ejemplo.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 01:33 ¤