8.7.07
cocuixtle y coronel
El día con el que comienza un calendario actúa como un acelerador histórico.
Y es en el fondo el mismo día que vuelve siempre en la figura de los días festivos,
que son días de rememoración.
(W. B.)

Los domingos puedes entrar al MAZ por 12 pesos. Me gusta ir a pasear mi cruda entre los cuadros. Suelo llevar el antebrazo aún manchado de los vaivenes de la noche anterior: un sello, un ideograma, una firma con marcador indeleble, son las marcas tapatías de las entradas y salidas de los reventones a quince varos. Ayer fuimos sólo a uno: hoy al MAZ llevé el brazo casi limpio.

El baño del domingo no es como los otros: no te lavas para empezar el día, sino para cerrar la noche y la semana. Es un largo baño a medias que nada borra pero todo lo deslava. Es el mismo regaderazo que suele darse uno después de cualquier fiesta: agua tibia cuya función es disolver el alcohol englutido, las charlas cortadas, los besos improvisados y el cansancio que disimulamos. En la inmovilidad de la regadera se matizan los verbos: queda el agua en la cabeza y la cabeza recrea, rememora, otorga y acomoda, a su antojo, los adjetivos.

El baño del domingo es distinto al que aprendimos a darnos cuando aprendimos que había horarios. El baño del domingo lo aprehendimos. Los otros veneran el calendario, éste, en cambio, quisiera darle la espalda y, por eso mismo, para su desdicha, lo enaltece. Lo enmarca.

Pensé que volvía al MAZ para disfrutar de nuevo las esculturitas de Mario Martín del Campo, pero cuando llevaba ya cinco minutos frente a La botella, entendí que había vuelto para desentreñar qué es lo que en realidad pienso de Rafael Coronel.

No me gusta. Me gustan (mucho) La botella y otros dos cuadros de los setenta. Tienen esos rostros goyanos y la feliz lección de Bacon: el gesto apenas apuntado. En los noventa, en cambio, Rafael Coronel es ya muy él, y me aburre. Lo que me aburre no es el hecho de que todos los cuadros retratan el mismo rostro con la misma toga negra, tienen el mismo fondo azul o amarillo, y contrastan el mismo rojo ahora en una corona de flores, ahora en un juguete. No. Lo que me aburre es la seguridad que ostentan. El estilo adquirido. Lo que me molesta en ellos es que se sientan completos y cerrados, que hayan decidido tan conclusivamente qué iban a tomar de quién y en qué proporción y a qué nivel: el fino pulido de las influencias. Lo que me disgusta son las fronteras bien trazadas, autoimpuestas: los cuadros que se demarcan, la gente que dice "así soy yo".

Ya se sabe que el problema con superar a los maestros es que, con frencuencia, eso va a dejarte un escalón abajo. Pero yo no estoy hablando de eso cuando lamento que Coronel se haya olvidado de Bacon. No estoy comparando, ni podría hacerlo. La genialidad de Francis Bacon está en la brutalidad del bosquejo. El fracaso de Rafael Coronel está en el acabado. Pero no estoy hablando de eso. Estoy hablando de domingos: de la nostalgia de mirarse los pies. La de despertar y haber vivido. La nostalgia que no está fija: se repite pero no se espejea. Y ya podemos engañarnos, pero no somos los mismos cada domingo. La botella tiene la misma cualidad que todo buen cuadro de este mundo: muta.

Tal como fijar el verbo es prepararse al adjetivo, fijar el estilo es condenarse a la caricatura. "Pintar igual" no es lo mismo que "pintar lo mismo". Pintar lo mismo es seguir explorando. Pintar igual es el cese de la búsqueda. Yo no protesto ante la repetición, protesto ante el conformismo.

Saliendo del museo fuimos al mercado: había una fruta que nunca antes vi. Cocuixtle, se llama. Es una fruta muy hermosa en forma y color. Crece, dicen, en una suerte de agave. El sabor es espectácular: como una tuna ácida. Pero escalda. Escalda de manera distinta a cualquier cosa que haya probado antes. El vendedor peló una, la rebanó y nos ofreció pedacitos de aprox un centímetro: la probé y me gustó. Unos instantes después empezó la comezón. Podía sentir por qué partes de mi boca, paladar y garganta había pasado aquel pedacito. Eso fue hace más de dos horas y todavía la siento en la garganta. Lo juro: tres horas, un centímetro.

Yo genuinamente pienso que los cuadros de Coronel son feos, pero no es de eso de lo que hablo. De lo que hablo es de cómo no puede uno tragárselos con fluidez, porque escaldan. De cómo no puede uno borrarlos, apenas intentar no pensar en ellos: disolverlos, sopearlos un domingo en el agua tibia de la reflexión más barata, ésa que es aleatoria pero quiere parecer lúcida, y entonces se explica en tartamudeos del tipo "lo que quiero decir es... "

Lo que quiero decir es: a Rafael Coronel y a este domingo les ofrendo el tipo de reflexión que se decora, se aferra al acabado de lujo y se regodea en la retórica. Una reflexión sosa, que no deslumbra porque está fija en vez de estar -como un buen cuadro de Bacon, como cualquiera de las tesis de WB- sutil, y genial, y meramente, esbozada.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 17:49 ¤