22.6.07
masacre maribomba
Desde que la profe in chief me dijo que soy "una yoguini natural", de algún lugar saco la fuerza para despertar y asistir a la clase de las 8 am. Algo insólito, tomando en cuenta que ni en la fac, ni siquiera en la prepa, lograba llegar a las clases de 8. El yoga, supongo, también es una cuestión de ego.

Así que salgo tempranito en el laiamovil y todo está muy delicioso y muy bien. Pero hoy había llovido. Y antes de abordar la nave distinguí en el cofre y sobre el techo un montón de avispas moribundas. No eran avispas comunes, eran avispas gigantes, de más de una pulgada y con la parte inferior del cuerpo muy gorda y redonda. Aurelio, que es el portero de mi edificio, andaba por allí y le pregunté si ya había visto aquello. Impávido (Aurelio siempre está impávido, incluso ayer, en un trágico episodio en el que lloraban niños y gatos, él jamás cambió de expresión), dijo que sí. Le pregunté qué eran. Me dijo que no sabe cómo se llaman, pero que "hay mucha de ésa en esta época".

El problema eran las alas: se les quedan pegadas en la superficie metálica-mojada, y no pueden separarlas. Se quedan allí, levantando su parte inferior-gorda-redonda en unos espasmos que humanamente speaking vendrían siendo medio porno, y ondeando sin cesar sus patitas roji-flacas hacia el cielo... No se confundan, no es que me enternezcan las avispas. La cosa era que yo no quería tener todas esas muertes sobre mi cabeza, (literalmente), porque aquello iba a ser una masacre, y eso seguramente da mal karma, o algo así.

Total que me puse a salvar avispas en chinga pa que no se me hiciera tarde. Una a una, con la llave del coche. Al principio era tardado porque quería voltearlas sin lastimarles las alas y no sabía bien cómo, pero luego, rápidamente encontré la técnica: como no dejan de mover las patitas, nomás les acercas la llave, solitas se aferran y se trepan, luego das una leve sacudida lejos del coche y, ya en superficie seca, ellas recuperan y extienden las alas. Aurelio me miró hacer eso unas veinte veces, sin inmutarse.

La cosa fue que cuando hube checado que no quedara ni una sola, me volví hacia el piso para ver mi obra maestra de salvation army. Algunas habían volado, pero había una considerable cantidad de "ésas" todavía allí, extendiendo las alas. Entonces me envolvió esa buena mezcla de curiosidad y temor: me acuclillé muy cerquita para observarlas, y me rebotaron pedacitos de infancia. De Ruy y yo bajando ranas de los árboles en medio de un aguacero, de Ruy y yo pescando renacuajos en el río, de Ruy mostrándome o aventándome algún escarabajo.

En la épica de la infancia, cada aventura contiene su botín y su etiqueta. Cada batalla su territorio, sus fronteras, su trofeo. Pero, sobre todo, se tiene muy claro dónde está el enemigo. A veces hay niños organizados, que designan quién es el malo antes de comenzar el combate, pero otras veces el enemigo es compartido: una tormenta, un fantasma, algún insecto terrorífico.

Antes de que yo me volviera una adolescente cualquiera, de esas que gritan cuando ven una cucaracha, tuve mis pequeñas épicas, casi todas libradas en compañía de mi primo Ruy. En el Xitle el enemigo eran las abejas que vivían en el jardín, en las cajas amarillas donde el Duende hacía miel. En la Melanie eran los azotadores. En Casitas las aguamalas. En todas partes, muchas veces, Ruy y yo fuimos enemigos. En Xalapa, recordé allí acuclillada esta mañana, el enemigo eran las maribombas. Las maribombas, decían, eran unas avispas muy grandotas...

Ah, nombrar algo, hacerlo entrar en la ruleta del significado, dotarlo de prejuicios teóricos y temores válidos: en cuanto me dije que esas cosas que había salvado se llamaban maribombas, se me esfumó la sana mezcla de curiosidad y cautela: sentí pánico, me acordé del yoga, me subí al coche y arranqué como si las maribombas asesinas -enfurecidas, voraces- estuvieran persiguiéndome... Pero en el retrovisor sólo estaba Aurelio. Impávido.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 10:30 ¤