16.4.07
hace un año, la grana
Mi padre nació el 13 de abril de 1947. No tenían color las televisiones, ni televisiones las casas. No había máquinas para escribir sin tachar y seguramente nadie soñaba con la posibilidad de un blog. A la ciudad de México, quizás, no se le tapaban aún todos los ríos y mi padre nació pelirrojo. Unos cuantos bucles anaranjados salpicando eso que, con el tiempo, vendría a convertirse en una de las cabezas que más admiro, y respeto, y extraño en las mañanas.

Durante años, temprano por la mañana, mi padre y yo bebíamos jugo o él cortaba unas manzanas antes de llevarme a la escuela. No hablábamos mucho a esas horas. Se escuchaba el fiel fluir del río, la canción matutina en la que crecí, los jugos gástricos de esa selva infinita que era la Pitaya. Mi padre tostaba pan, le untaba miel, y yo me comía todo eso mientras al otro lado de la mesa él hacia inmóviles equilibrios para que Patatús, nuestro gato, no se le bajara de la cabeza. A Patatús le gustaban las siestas 7 am sobre la cabeza de mi padre. Quizás él también intuía algo maravilloso allí adentro, o quizás se subía allí para hacer equipo: Jorge y Patatús, los pelirrojos de la casa.

Hoy Jorge cumple 60 años. Le llamo y charlamos hasta que se me muere el celular. Si tuviera que nombrar algo inextinguible y pre colores y pre blogs y pre presunciones, citaría siempre nuestras charlas.

Hace un año Chito y Luis me subieron a un taxi colectivo en San Agustín Etla. Nos bajamos en Oaxaca y tomamos un camión hacia Tlapanochestli. Chito me presentó a Don Ignacio y Don Ignacio me llevó hasta los primeros nopales. Yo era la chilanga cuestionable: había llegado a Oaxaca diciendo que quería escribir una novela sobre aquel insecto que jamás había visto. Don Ignacio, que por suerte ha dedicado toda su vida a educar a ignorantes de mi estilo, arrancó una bolita blanca del primer nopal. Me tomó la mano. Aplastó con un dedo el bicho. Cuando me vi el rojo supe que allí empezaba todo.

Luego, no sé cuándo, ni siquiera muy bien cómo, me separé de la novela: se aisló ella y le di yo las buenas-noches-será-mejor-mañana. Nos separamos, supongo. Como mis padres hace unos años y como antes mis abuelos. Como algunos países y una tras otra las olas de la orilla. Nos separamos como se separan los alvéolos, y los párpados y, en mi ojo izquierdo, dos veces, la cornea de la retina, o del iris, o lo que sea que fuere aquello a lo que, por suerte, vuelve poco a poco mi cornea cada día.

Yo no sé qué vena rompen las separaciones. Pero es seguro que algún flujo quiebran. Y no es que deje de bombear, es sólo que cambia de densidad el líquido. Y luego hay que acostumbrarse, asimilar el cálculo, cambiar por dos pares el trío y a veces las cuentas no cuadran. No sé cuánto tiempo toma sanarlo. Lo que sí sé hoy es lo que no merma, lo que no se apaga y sigue siempre, y eso, aunque no nos guste en este blog la palabra, es el amor. Que es además el lugar donde todo cada vez empieza.

Hace un año, con la mano muy roja y el corazón muy en alto, me salí de casa de Chito para llamarle a mi padre que cumplía 59 años. Recuerdo distintamente que pensé: cuando cumpla 60 le mando la novela terminada. Pero hoy que 60 cumple sólo sé que mi novela, como todo cuanto él y yo hemos compartido, yace, y no merma, y todos los días se nos sube a la cabeza, hace equilibro, hace equipo, y empieza.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 02:45 ¤