1.2.07
enero en oax, febrero en guad
Se ha soltado un severo ventarrón en San Agustín. Pienso que estaría bien ir a comer antes de que el viento traiga agua. Me paro en la carretera. Hace unos meses, pedir un aventón un domingo en San Agustín resultaba imposible porque todos los coches venían absolutamente atascados. Era época de bañarse, en un pueblo de balnearios. Ahora resulta idénticamente imposible porque es invierno, nadie viene a bañarse y no pasa ningún coche. Al cuarto de hora desisto y decido comer en el bungalo. Entro a mi tienda favorita (me gusta por los dos san bernardos de cerámica que la custodian desde el techo) y la viejita no sabe bien qué pensar de mis pelos modelados en vertical por el aire y mi trapo en el cuello. ¿Está enfermita?, pregunta. Digo que sí con la cabeza, como si una leve gripa le regresara toda la dignidad a mi domingo de “una lata de atún, medio kilo de jitomates y una cebolla, por favor”. Detrás del mostrador hay algo nuevo: un borrego sobre un plato lleno de chunches. Le preguntó qué es. Me lo acerca. En el plato hay semillas de girasol, granos de maíz, monedas reales y billetes falsos en tamaño monopoli. El borrego es de plástico con un falso pelambre de ¿algodón?, y tiene pegadas moneditas miniatura por todo el cuerpo. No sé si tengo derecho a tocarlo. Lo observamos juntas durante un rato. Mi pregunta aún flota en el aire. La vieja la atrapa, devuelve el borrego a su sitio y me contesta: “es para protección”. Al decir “protección” traza con las manos una esfera. Es un misterio para mí por qué es en la idea de la burbuja –tan arquitectónicamente ajena- que nos sentimos más seguros.

Cuando interrogado sobre San Agustín Etla, lo primero que responde cualquier oaxaqueño es que “hay mucha agua”. Y es verdad que hay más que en la ciudad, y es verdad que hay tres balnearios, y que nunca nos ha fallado la regadera, y que un acueducto rodea el Balneario Primavera –que es donde vivimos- pero es también verdad que nunca me ha tocado aquí un buen aguacero. De esos que dan gusto y ganas, no, nada de lluvia. ¿De dónde viene la tanta agua?

Como mi atún con jitomates con cebolla junto a la alberca y es absurdo porque el viento no deja de volar mis servilletas. De pronto desaparecen los bañistas: hace al menos un par de horas que ya se veían temblorosos y ridículos. Está solo el Primavera, hasta que llega Don Gustavo –el dueño- a hacerme plática. Es curioso cómo, después de casi un año de tratar juntos asuntos domésticos –présteme un pocillo, no prende la estufa, ¿no tendría un par de vasos?- Don Gustavo aún titubea antes de pronunciar mi nombre. Pero lo pronuncia correctamente, lo cual tampoco nunca deja de sorprenderme. Por otra parte, hay que decir que yo –y todo el bungalo- titubeamos también antes de pronunciar el suyo. Es culpa de Tryno, que desde el primer día opinó que Don Gustavo era igualito a Héctor Lechuga y siempre desde entonces le hemos llamado Don Héctor a sus espaldas. Don –pausa- Gustavo, ¿dónde dejo la basura para que no se la lleven los perros? Le abro la bodega –pausa-, Laia. Y así cada vez. Personalmente, disfruto la sensación de cuando logras asociar un rostro con un nombre.

Cada quien libra como puede sus batallas contra la desmemoria.

Don Héctor se olvida de las cosas básicas (llevamos seis meses pidiéndole más juegos de llaves) pero le preocupan las minorías, los vicios y los diminutivos ¿Cómo la tratan los muchachos? Bien, bien. ¿La dejaron solita? Fueron a una comida, pero yo me quedé a trabajar. ¿Tiene sus cigarritos? Me quedan tres. Si quiere la llevo a San José por más, yo voy para allá, pero luego la traigo de regreso. Muchas gracias, pero está bien que fume menos. Luego de las cortesías, Don Gustavo me regaña, como siempre (como si en vez de la más chica yo fuera la mamá de todos), a nombre de mis cinco room-mates: me quemaron la cafetera, no me devolvieron las llaves, etc. Yo le contesto como siempre: yo no fui, yo no fui, yo no fui. Luego trato de hacer memoria y chin, probablemente fui yo. Cuando se me acaban los cigarros lamento no haber aceptado su aventón.

Para mitigar cierta ansiedad lavo los platos y hojeo la Biblia que dejó Tlachi sobre su cama. La nueva onda de Tlachi es que se nos está pasando al bando de la Atalaya. Ayer en la noche nos lo confesó. En respuesta, Fredy intentó explicarle las diferencias entre homme à femmes, dragueur y courreur de jupes, Augusto nos puso a ver videos de Starevich, yo seguí leyendo El disparo de argón, Tryno habló otro poco sobre Almadía y Alvaro se nos regresó a Puebla. Somos un grupo ecléctico y generoso: hemos compartido muchas horas de monólogos.

Esta vez el taller durará hasta el martes. Pienso que hay algo de deliciosamente contradictorio en despertar un lunes en un balneario. Bordeo otra vez las albercas, salgo del Primavera y camino a la tienda. Está cerrada. Me miran los dos perros: ésta es probablemente la imagen que más inmediatamente me viene al pensar en San Agustín. Eso y las fuentes de la CASA, que están teñidas con grana cochinilla, y la bizarra pasión local por pintar Winnie-Pooehs en las paredes.

Toco hasta que me abren. La vieja me vende los cigarros pero a todas luces no aprueba que fume si estoy enferma. Pasa un grupo de hombres en una camioneta y le piden que les fíe unos cascos, arman todo un cuento sobre que vienen de hacer tekio en no sé dónde. La vieja le pregunta a su señor y sale a decirles que no, que los tienen contados. Yo ya tengo mis cigarros y es un poco absurdo que siga ahí parada. Me despido. Me voy pensando que tekio es de las palabras que aprendí aquí. Me pregunto qué pasará con el asunto de que está en peligro la CASA. Me imagino a todo el taller comiendo paella en lo de Araceli. Entonces regreso al bungalo consciente de que me quedé a chambear y sólo he escrito tres cuartillas. Luego no trabajo pero escribo esto muy a gusto. Es curioso cómo va uno haciéndose a la idea del blog.

Recuerdo lo del tal Illa: La vida en el blog es tirana, porque castiga duramente la pereza, y algo histérica, porque nos obliga a reservar una porción de nuestros cerebros, durante nuestras vidas cotidianas, a empaquetar anécdotas o lecturas que puedan ser material de post. Y además de tirana absurda, si estás en un balneario lejos de internet. Pero quizás, mañana tenga la voluntad suficiente para caminar la subida hacia la CASA cargando mi computadora y entonces, antes de que llegen Martín y Villoro, mientras Olaf prepara café y Pinch me regaña por algo (Pinch siempre encuentra algo por lo cual regañarme), postearé este texto sobre San Agustín. O quizás no. Quizás lo haga otro día. ¿Quizás eso ya no tenga ningún sentido? La vida en el blog es tirana, porque no acepta retrasos. La vida en San Agustín es ligera: sobran lo mismo el tiempo y el agua.

Dos cosas nos sorprendieron la primera vez que llegamos al Primavera: la insultante belleza del sol comiéndose los cerros, y el insólito buen gusto musical de Don Héctor. Cuando él se ha ido y se quedan calladas las bocinas (eternamente resguardadas bajo las sombrillas metálicas anaranjadas), cuando empieza a anochecer y se van borrando los cerros, el Primavera se convierte en el mejor escritorio posible: todo ladridos, y grillos, y viento… Es un misterio para mí por qué hay ciertas mezclas de sonidos que insistimos en llamar silencio.

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Hay pocos placeres en los talleres literarios comparables al de escuchar a alguien que logra decir la intuición literaria.

Villoro lo logra.

El placer es todo nuestro.

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Llego 4 am al D.F. Tengo una hora para pasar por mi casa. Hay algo de invasor en volver a estas horas y no meterse en la cama. No sé bien quién ha transitado por mi casa en estos meses. Los rastros son limpios e impersonales: el gas prendido, algunas cosas en el refri, nada de notitas. Recojo lupa, gafas oscuras, ropa limpia. Salgo antes de que amanezca febrero.

Aterrizo 8 am en Guadalajara y comienzo mi labor de detective. Compro el mapa, encuentro las calles, hago las preguntas. Interrogo a todas las viejitas de todas las tienditas. Son amables sin más, tranquilas y lentas. Prescinden de borregos porque tienen de su lado el poder adquisitivo de la gente de su barrio. Hay que aceptar que los ceros conservan su cualidad de esfera: su aura de protegedores.

Camino tanto que termino en el WTC versión Guanatos. Entro a buscar un baño. Hay una expo dental: Colgate te da la bienvenida. Observo un rato a los dentistas: es un buen sitio para ligar, si quisieras casarte con un dentista, lo cual es peor que casarse con un abogado, lo cual ya hice. Así que been there done that, salgo de nuevo y miro hacia arriba: hay un hotel ilton. La H dejó su rastro limpio y silencioso. Me pregunto si habrá aplastado a alguien al caer y si podríamos ponerle la muerte es muda de epitafio.

Me acomodo con un sandwich en una banca de parque. Hace menos de 48 horas Luis me narraba el 25 de noviembre en Oaxaca. La sangre siendo lavada de madrugada, los appistas deshaciendo la cantera verde con picos, para tener por municiones piedras, los pfps lanzando gases, recogiendo gente al azar, los presos aún en Nayarit... Era la primera vez en muchos meses que yo veía el zócalo Oaxaca sin plantón. Las tiendas han sido suplantadas por hileras de nochebuenas, que Ruiz obligó a los empleados de gobierno a donar.

Hace poco más de 24 horas me senté con Chito afuera de Santo Domingo. Hablamos sobre cómo evitar la mirada etnologizante en la ficción. Quizás hablé de eso como si supiera de qué hablaba. Pero ahora que estoy en Guadalajara con Oaxaca en la cabeza, me doy cuenta que no tengo ni idea. Mi cabeza es toda mirada etnologizante, y de la más barata: ¿Cuántos países
cuántos países
cuántos países
son este país?

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Hace unos días nos sentamos en la antigua sede de los ferrocarriles oaxaqueños a ver una película muda de Starevich -La venganza del camarógrafo, musicalizada por Steven. Starevich hacía animaciones con insectos, muy a principios del siglo XX. Durante algunos minutos casi nadie respiró. Éramos todo viejas vías, insectos celosos, música en vivo. Starevich vendía sus animanciones convenciendo a la gente de que había entrenado a los insectos. Parece fácil hacer teorías etnologizantes, desentrañar de qué se alimentan las ilusiones. Pero se requiere un talento fino, en cierto sentido mercadotécnico. Para mí en todo caso sigue siendo un misterio si elegimos o no en qué vamos a creer.

Hoy pensaba ¿a quién se le ocurrió poner la cara de niños perdidos en los cartones de leche? Son una cosa muy curiosa, los espectaculares en Guadalajara. Sobre la carretera, al salir del aeropuerto, está mi favorito. Es de un grupo de detectives privados y dice: ¿Tiene una sospecha? ¡Llámenos!

Se me ocurre que no es de pequeños misterios que se alimenta la escritura. Es de sospechas. De sospechas mudas. Y aplastantes. Escribir es caminar sin saber en qué esquina va a derribarte una letra muda. Un sonido opaco. El tintineo de un nuevo misterio.

Escribir no es más que prolongar la pregunta, de si es o no mudo el silencio.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 20:12 ¤