24.9.06
adeus
Inmobiliaria

Aunque parezca soso el símil, yo digo que una novela es una casa. Los capítulos –cada uno con su función precisa, su esquina favorita, su decorado- son las habitaciones. El autor es arquitecto: sólo él sabe dónde quedó tal o cual tubo, tal o cual hueco. El lector, en cambio, no repara en el andamiaje. A menos de que algo grave –un desnivel, una grieta en la escalera- le impida avanzar, él recorre alegre la vivienda: él viene de visita. El lector se aparece el día de la inauguración, se come el banquete, se pasea, da vida al ritual. E incluso, hay quien vuelve. Es por eso que hay quien relee novelas como si de visitar a un viejo amigo se tratara. Recordamos las novelas como a las casas en que hemos vivido: por el dejo de su atmósfera, por los rincones que preferíamos, por el calibre de su estilo, por la peculiaridad de cada una de sus piezas. Toda casa depende tanto de su unidad como de sus variaciones. Conviven en ella la historia lineal del día a día, con los obligados anecdotarios de sus habitantes. En una casa pasan cosas. Pero el hecho es que cuando una casa funciona, nadie está pensando en las tuberías.

La primera vez que entré a esta casa, no la pensé como una novela. La novela simplemente no estaba en mis planes. Por ese entonces yo pensaba en cuartos aislados, unidos tan solo por el pasillo de un juego. De un juego que podía parecer plano pero estaba diseñado para bifurcarse. Y resultó eso: un pasillo que unía habitaciones tan disímiles que nada podía unirlas excepto quizás ese pasillo. Escribir un libro de cuentos es mudarse cada año de departamento, que es lo que había hecho yo siempre. En Liverpool en cambio, tuve una casa durante dos años. Y me enamoré de la casa. La vi llenarse una vez y ser felizmente habitada, la vi luego vaciarse de sus habitantes, y llenarse de nuevo con otros cientos de nuevos cuartos, nuevos mundos. Basta echar un vistazo al cubículo de cualquiera, para entender que es infinito el número de las posibles casas que esta casa alberga.

Y es que a esta casa la habitan seres muy extraños. Hay uno que habla con su bonsai y otro que no puede ver un pájaro; uno que colecciona cerillos y otro que colecciona latas; una que fragmenta meditaciones y otra que medita sobre fragmentos.

Cada lunes, en el último piso de esta casa, se reúnen nueve que comparten sueños de arquitecto. Les gusta trabajar en las alturas. Desde allí planean sus propias casas. Las esbozan, colocan la primera piedra, las van creciendo en funcionalidad y belleza. Las casas en obra se comentan o -en la jerga local-, “se tallerean”. Cada arquitecto mete mano en las casas ajenas. Tal es la excusa para reunirse cada lunes: que los otros te subrayen los cuartos en que estás pecando de minimalista, los pasajes incómodos, las salas en que te pasas de barroco; que te señalen allí donde un tapanco sobra, allí donde una cava resulta inverosímil.

De entre las casas que tallereamos los lunes, hay una a la que ya sólo le faltan los acabados. Es de tabiques cortos unidos con el cemento de un ritmo preciso. Tiene sus columnas de teoría-de-lo-fantástico. En la cocina guarda los antiguos recetarios del medioevo y sobre el techo dormitan ejemplares de clásicos ingleses. Están todos invitados porque esta casa es una ciudad entera. Le han cabido canales en la tina y un ejército de animales en la sala. El arquitecto es Gerardo, la ciudad es Rada.

En otra de las casas conviven un jefe ojete, una abuela, una violinista, un violín. El violín está perdido y la violinista está muerta. Hay también un morro, un artista y un policía. Y los tres son el mismo. Ésta es la casa de Vicente y va tejiéndose con hilos de novela policíaca pero la idea es guardar bajo la manga una aguja para pinchar clichés.

Otra casa que alberga misterios es la de Nava. No obstante es la que más se parece a la casa en que nos reunimos los lunes: entre sus páginas viven varios escritores. Pero son todos escritores con vidas más interesantes que las nuestras. Y nos da envidia. Por si fuera poco, en sus jardines se pasean espías, ex espías y aprendices de espía. En la casa de Alfonso todos los habitantes tienen “quevéres” con el gobierno gringo, o medallas, o teorías beisbolísticas. Es la casa en la que todos quisiéramos vivir.

La casa de Toño tiene patio en medio. En el centro yace la fuente de las obsesiones, cuyas aguas están infestadas de frustración. Dado que esto no es una novela, la construcción se erige bajo el régimen de condominios. En cada cuarto hay un cuento, cuyo personaje principal bebió de la fuente. El decorado va del rojo kitsch de un luchador, hasta el pálido gris de quien no logra llorar. Pero en todos, eso sí, se habla parejo. Se discute, se bromea, se conversa. Las habitaciones guardan bajo el papel tapiz su vena irónica: en la casa de Toño, las paredes tienen doble filo.

El quinto arquitecto es el más arquitecto de todos: no se ensució las manos con la mezcla. But he will, el año que entra. Este año lo suyo era la crítica constructiva: leer, digerir, argumentar. Lo suyo era alimentarnos. Mejor que nadie, Villareal sabe que los personajes no dicen lo que piensan. Necesariamente entonces, sabe también que me urge ya visitar su construcción, que me importa que él siga visitando la mía y que, aunque no se lo diga, le estoy profundamente agradecida.

A todo esto, yo construyo una casa que parece un tren. Mi problema con la arquitectura es que me gusta personalizada: cada habitante está tan contento en su propia atmósfera que a varios les da por encerrarse en su vagón. Parece que aún no está lista la sala en que logren relajarse y convivir unos con otros. Si revisan los censos notarán que mi casa tiene un exceso de población. Si visitan la obra verán que empecé por las ventanas.

La casa de Lèal se ha ido quedando vacía. Al principio aquello era una fiesta. Para ser precios: una fiesta de navidad en una casa que explotaría si llegara otro miembro de la familia. Bellit, la personaje principal, estaba al centro cual pinito navideño. Pero cuando la casa está llena de invitados, el árbol comienza a estorbar. Alfredo fue abriéndole con esfuerzos la puerta de salida a cada una de las tías. Bellit ahora está en la sala, sola frente a la chimenea, con una libreta roja en las manos y un Lucien en la cabeza. Y muy a pesar de su tono de desesperanza, la casa de Alfredo se va tornando acogedora.

La casa de Humberto, en cambio, hay que imaginarla inhóspita. Hay que imaginarla gótica y siniestra. Así la imagino yo: torres de tabiques grises, árboles sin hojas, la luna bien en alto sobre la escena. Es de noche que la casa de Humberto reverbera. Habitada por vampiros y mujeres hermosas, fluye una sangre fría por sus habitaciones; y en sus pasillos la sangre se bebe. La arquitectura de esta casa, mucho más que la del resto, depende de las casas que le han precedido. Es una casa compleja, obligada a colgar en sus pasillos retratos de sus ancestros.

En las reuniones de los lunes hay un noveno arquitecto. Uno que no habla de sus casas, que está ahí para trazarnos los puentes hacia nuestros ancestros. Que está ahí para reforzar el andamiaje. Bernardo replantea los muros de carga, cuestiona la estructura y en el pizarrón despliega el plano si hace falta. Va plantando, entre tanta obra negra, conatos de trincheras.

En el último piso de esta casa, cada lunes se reúnen nueve soñadores para un ultrasonido. Aquello es un eterno medir latidos, un banquete de gestaciones, un cimbrar las paredes y que caiga todo aquello que no va a sobrevivir, que no está sólido. Nos reunimos para una colada de concreto sobre lo que antes sólo eran varillas, personajes que vagabundeaban, tramas sueltas. Nos reunimos para crear y para creer, pero crecer es lo que acabamos haciendo, los más de los lunes.

Construir, eso hacemos.

Desde hace dos años, para mí, cada lunes es un tres de mayo.

Si me preguntan diré que es en ese cuarto en el último piso donde realmente se olvida la intemperie.
Y que es allí donde late la idea originaria de Liverpool 16.
Y que es allí donde más viva está esta casa.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 23:44 ¤