4.7.06
r. gott y la casilla especial
De las casillas especiales en el DF, la de Coyoles fue la más especial.

No por los foráneos, inválidos, tercera edad, locales despistados, flojos trabajadores alejados de su barrio, provincianos racistas, etc. que hicimos cola durante más de cinco horas bajo el sol, sino por la simple y sencilla razón de que a las, digamos, once de la mañana, todavía tenía boletas. Se corrió la voz y ello trajo más gente, un caos leve, ocasionales gritos y golpes, insolación asegurada… Pero en conjunto la libramos:

Primer paso de organización: hacer dos filas:
viejos y chuecos de aquel lado,
provincianos de éste,
chilangos ¡fuera!

Segundo: pasar un mecate, que ya nadie se meta a la cola.

Tercero: hacer una lista de nombres.

Cuarto: repartir papelitos sellados con numerito a mano.

Quinto implícito: congeniar con los provincianos aledaños (intercambiar bromas, quejas, chicles).

Edgar, Nelly y yo nos sentamos en el piso y escuchamos sin participar al chico de atrás. No entendemos de dónde viene pero a los cuarenta minutos ya tiene un círculo de gente a su alrededor. Él predica mientras su novia (una linda güera que a todas luces no votará) lo abraza en distintas posiciones. El país está mal, dice. Y los demás asienten. La noruega lo abraza ahora del otro lado y la gente alrededor pregunta y, ¿de la frontera qué piensas? Nelly va por una torta. Ella y el Edgar se vieron más conocedores y pesimistas que yo: traen cada uno su libro. La chica enfrente de nosotros viene de Reynosa y asevera que “si no voto me muero”. La chica de atrás se pone las pilas y hace una lista de nombres. Los viejitos hacen mucha menos cola y de nuestro lado comienza a manifestarse el descontento: Edgar y yo bromeamos con jalar la cuerda y hacerlos caer a todos como fichas de dominó. El grupo que rodea al predicador desaprueba nuestra broma. La noruega no resopla, sólo cambia de postura de abrazo y nosotros volteamos hacia otra parte fingiendo estar apenados.
Estoy insolándome y se me ocurre dudar again sobre por quién votaré.
Mala cosa.

Pasan una, dos, tres, cuatro, casi cinco horas…

Al final entran mis amigos y a mí me toca esperar un poco más.
Sostengo el principio de la cuerda, justo en la puerta, frente a frente con la tercera edad. Bueno, por lo menos a ellos les dan banquitos y si alguno de mi lado jala la cuerda, no caerán.

Espero otros veinte minutos allí.
Llegan al menos quince personas con preguntas.
A estas alturas soy una experta y reparto respuestas: no, en Taxqueña ya no hay boletas; no, no han dado todos los papelitos; mire, aquí sólo se vota por presidente y senadores; no, no puede votar sin credencial (¡por favor, señora!) y no, no es normal pero sí, si tiene que formarse...

Me cuentan que la fila da la vuelta a la cuadra.
Yo estoy en la puerta, un sitio decididamente especial.

Y entonces recuerdo a Gott.

En el 69, sin razón especial, Richard Gott se encontró frente al muro de Berlín preguntándose cuánto tiempo duraría aquella frontera. Para estimar una fecha decidió partir de su insignificancia. Resolvió que era casi imposible que en 1993 el muro siguiera en pie y asi, al caer éste, Gott se aplicó con su bizarro “principio copernicano”. (Luego, para probarse y popularizarse tomaría la cartelera del New Yorker para predecir la duración de cincuenta obras de teatro. Atinaría en un 95%)

La premisa del principio es sencilla: uno no es especial.

Asumir que uno “no es especial” o, pa que nadie se ofenda, que no nos encontramos en un “momento especial” de cierto evento, permite por probabilidades (75%) aseverar que estamos después del primer cuarto de la duración del evento. Es decir, permite calcular, con un 75% de probabilidad, la duración del evento.

Si yo hubiera pensado en Gott en cualquier otro momento de la fila, probablemente hubiera entendido que pasaría allí 5 horas y hubiese desistido. Pero en la puerta, mi sitio era especial, por lo que en lo único que pensé era en que yo y todo allí éramos sumamente especiales.

Tener lugar en aquella fila, de este lado del mecate, luego de la soga y desde ahí sortear los ocasionales golpes (por la feliz causa de estar aún muy lejos de la puerta, sede de los brotes violentos), nos hacía especiales.

Tener tanta gente gritando afuera, tener que conseguir un mecate, luego una soga, repartir más de 600 papelitos improvisados y devolver con decoro los golpes hizo de los funcionarios de esa casilla algo especial.

Y en suma, me encontré a dos minutos de votar pensando de nueva cuenta en si iba a "desperdiciar" mi voto en la Mercado tomando en cuenta el “momento especial” de posibilidad real de tener a la izquierda (honestly, ¿la izquierda…?) al poder.

Más tarde, frente a las declaraciones triunfales de los otros dos y muy a pesar de la tendencia irreversible que hoy prácticamente nos asegura otros seis años de las y los mochos al poder, no me arrepiento.
¿Por qué?
Porque México está en un momento especial, es innegable. Y en ese sentido, somos especiales y nuestras decisiones deben partir de una convicción y no de una predicción numérica.

En un país en que las instituciones, los partidos y la burocracia no son sino etiquetas puestas sobre un armatoste de mucha mediocridad, me aferro a pensar que lo que vale la pena es la gente.
Las personas.
Ciertas personas.
Y que, más allá de los partidos, no sea más que como personas -de lo otro que hablen los expertos- me disgusta tanto un Peje mesiánico como un Calderón retrógrada.

Me negué porque si finalmente no somos especiales,
si nada en nuestro caminito personal nos hará dejar huella,
al menos sostengo que ser coherente consigo mismo es ya escaso
raro
y por ende
muy especial.

¿Qué diría Gott sobre cuándo obtendremos resultados definitivos?
No podemos saberlo, todo ahora es demasiado “especial”.

Hoy mi madre me contaba de la primera elección en que participó el Partido Comunista. Nadie imaginó entonces que en tan poco tiempo la izquierda alcanzaría el porcentaje que obtuvo el domingo. Me alegra a pesar de lo que es el PRD. Pero también quiero pensar que parte de la responsabilidad del momento especial que vivimos es replantear la izquierda, rehacer la izquierda.

Quizás Alternativa, en el futuro, represente una idem.

Lo especial no deja de serlo por sí mismo, sino porque llegan otros especiales a sustituirlo.

No deja de serlo por exceso de uso, sino porque se abren otros posibles y otras vías.

No por desgaste, sino por contraste.

Ahora juro solemnemente que respeto al IFE,
que no me formaré en ninguna fila en mucho tiempo
y que no escribiré la palabra “especial” nunca más durante los próximos cinco meses.

Sea.
 
dijo Laia Jufresa en punto de las 03:33 ¤