Así que apenas son las dos y vuelvo de una caminata.
La idea es no dormir.
De lo contrario, es improbable que me despierte para tomar ningún camión hacia ninguna parte.
Caminé con Matus, Comodoro y Azucena. Nos siguió el Cerillo, siempre rezagado. El Milagro no vino porque andamos incrédulos, mareados de tanto leernos.
No es fácil la noche:
todos tienen sueño.
Al Cerillo le dejamos abierta la puerta y todavía no ha llegado.
Azucena y el gordo Comodoro se echaron en el futón. Abrazados.
Ubaldo tiene prisa.
Milagro tiene las manos ocupadas: edifica un castillo con mis cajetillas vacías.
Matus, el pobre, sólo tiene certezas.
A estas horas, cuando mi única certeza es que ningún barrio me quitará el mal vicio de salir a caminar de noche, le envidio las suyas, que lo llevan lejos lejos, en círculos concéntricos.
Y que no vengan a decirme que quien gira no avanza.
El Tacita me dejó su discman. Dice que así podré leer en el camión sin ponerme neuras con las voces de las películas. Si cuento con eso, ¿no debiera dormir un rato? Todavía me faltan 100 páginas. Quiero un teletransportador que me lleve en un parpadeo a Oaxaca.
Quiero una certeza y obtengo una perrilla.
Va lenta.
Me invade el izquierdo.
Si pierdo la vista, morirá contenta: llena toda con la prosa de Toscana.