Voy tarde, digo.
Yo ya estoy en tu casa, dice, el debate es aquí.
Ya sé, ahí voy, velo oyendo en la radio.
No, no, es AQUÍ, en tu casa.
Luego me dice qué calles tomar. Yo se lo digo a María, quien conduce: no podremos cruzar Insurgentes, está lleno de tira. María me bota en la esquina, a tres cuadras de mi casa. Empiezo a caminar. Hay más gente que coches: todo lo opuesto a Dakota en un día común. El show ya empezó y se oye como si estuviera teniendo lugar allí mismo. Son las pantallas que han puesto en la calle. El alboroto es leve. El ambiente es más bien de morbo ligero, como si se estuviera proyectando no un debate sino, digamos, una boda de famosos de Telerisa.
Lo encuentro recargado en un auto frente al nuevo hotel. Él y otras -seamos optimistas- treinta personas. Algunos tipos avientan confeti desde sus zancos. Otros cargan congas con los colores del PRI. El reven de Madrazo será adentro del WTC, ofrece Erick como explicación. Yo me emociono: uf, podemos caerle al rato que estemos en el trip post-debate, podríamos disfrazarnos, sería una gran experiencia antropológica. Lai, ni con tus mejores trapos podrías disfrazarnos de priistas, ¿lo vemos aquí en live? No, mejor en la tele. Enfilamos.
No pueden pasar, dice con la mano el policía al centro de la calle.
Vivo a dos cuadras.
No, la calle está cerrada.
...Entonces los veo.
Son al menos cien.
Están divididos en dos grupos, cada uno a un lado de la calle.
Silenciosos. Azules. Se mantienen bien juntos.
Tensos por ruitina, cuidan por el momento sólo al policía con el que estoy por pelearme.
Se les ve aletargados detrás de sus escudos.
La banqueta es un panal.
Las abejas se aburren.
Honestly, alguien ayúdeme con los cálculos: treinta pelados de público; cinco tipos maquillados, trepados en zancos; confetí (por dios, ¡confeti!) y… cien granaderos, ¿por qué no?
Hay algo en la política del miedo que no logro disociar de los más elementales trucos de la ficción, cuando montar un circo quiere querer decir “uyuyuy, felicidad” y atiborrar las calles de granaderos se vende con el letrerito de “protección”. Se hace “política” con el mismo desdén mamón con que se escriben libros malos: desde un pedestal de humo, tomando al otro por pendejo.
Muéstreme una identificación.
Le mostré mi licencia, mi credencial de elector y mi tarjeta de estudiante. Ninguna dice que yo viva allí. De hecho, de creerles yo vivo en tres partes distintas y ninguna es allí. Pero nos dejó pasar.
Vimos el debate en mi recién adquirida televisión. Erick movió la antena hasta encontrar una imagen nítida, aunque en blanco y negro. El toque retrógrada, sin embargo, lo daría el sonido
y no la imagen.
El sonido:
podía leerse la mercadotecnia detrás del spich de cada uno; detrás de los números, el target; detrás de los agravios, las patadas de ahogado; detrás de la invitación, la estrategia; detrás de la anécdota, el melodrama.
La “transparencia” no es sólo una palabra de moda, es la latente incapacidad de tejer antifaces de la que sufren nuestros políticos cuando hablan. Discursos sosos, viejos, armaditos y rete rete transparentes.
Como puta agua.
Supongo alguien por ahí escribió cada discurso y se tomó el tiempo de cachetear al candidato: ni madres, güey, repítelo otra vez que tiene que caber en minuto y medio. Así, hasta que se lo aprendieron.
Y qué, ¿“debate” no incluía “diálogo”?
¿”Réplica” no incluye “réplica”?
Nah, no aquí.
No haré ningún otro comentario.
Excepto quizás:
qué barata es la retórica.